lunes, noviembre 25 2024

Tres cosas que me empujaron a escribir esta noche: ver caminar tan campante hacia mí a mi madre en la víspera de sus 60 años; en shorts, gorra y camiseta (y ahora cubrebocas).

Ella es mujer que no supera el metro y medio de estatura, y sin embargo, su desparpajo y esa alegría permanente que nunca he entendido de dónde mana, tienen una onda expansiva que la hacen parecer más alta de lo que es, pero también más niña. Inexplicablemente optimista.

La segunda imagen del día que me sacó de la campechana mental fue un brevísimo video en el que aparece Anthony Hopkins pintando un cuadro al óleo (o en acrílico), haciendo la cuenta de sus días en cuarentena. El más famoso caníbal del cine nunca perderá ese aire demencial, ni cuando pinta ni cuando llora frente a una orquesta. Hopkins siempre será Hannibal Lecter para aquellos que gozamos de sus actuaciones; es un estigma que ha sabido sangrar. Uno llega a cierta edad en la que al fin tiene el rostro que se merece, y Hopkins se merece el rostro de Hannibal, esté pintando o cargando a un nietecito. Y ese rostro, el de Hannibal, fu y siempre será el de un seductor, antes de ser el rostro de un adicto a la materia gris de un ciudadano despistado.

Por último, de las cosas que me levantaron de mi abulia, fue ir a la cocina por enésima vez y descubrir que había sobrado una torta de agua que se quedó ahí, solitaria y blanda, sitiada en una bolsa de plástico después de la comida.

Hoy festejé el cumpleaños de esa niña de mil años que es mi madre y le invité un chile en nogada. A mi mamá le gusta más la nogada que el chile relleno de fruta y carne, por eso pedí nogada extra, y sé que se la acabará comiendo a cucharadas en su casa, cuando llegue y abra el itacate.

Esa torta me hizo salir de la posición fetal que había adquirido tras despedir a mamá. Verla siempre me genera sentimientos muy ambiguos, pues nunca acabaré de entender porqué ella sí sabe disfrutar la vida aunque la vida sea una calamidad y yo no sé disfrutar de la vida aunque mi vida parezca un eterno puente vacacional. No la entiendo, pero tampoco la envidio. Lo que sí sucede es que, cada vez que la despido, me quedo con la horrible sensación de ser una mal agradecida con el mundo, con las oportunidades que se me presentan, y en fin, me entra un azote de culpa, y a la vez un poco de esperanza al saber que existe alguien cercano a mí que, a pesar de las adversidades, camina con la ligereza de una pluma ingrávida, como esa bolsa que vuela en el video del muchacho de American Beauty.

Esas tres imágenes me pusieron de cierto humor que no sentía desde hace un buen rato, cuando la cuarentena dejó de ser divertida y creativa para volverse un molesto callo en el metatarso.

El viernes terminé de editar un libro de 500 páginas sobre el coronavirus, un tema que me mantuvo despierta y a la vez angustiada y muy encabronada con las acciones que se han llevado a cabo bajo la supervisión y las órdenes de AMLO Y López Gatell.

Se trata de un libro que de inicio iba a ser escrito por un solo autor, un médico amigo mío, pero que fue creciendo y creciendo cuando otros médicos muy renombrados decidieron dar sus versiones de los hechos.

Mientras más leía los textos más me deprimía. Ya de por sí venía en una resbaladilla cuesta abajo al ver la estupidez humana circundante (Genaro Lozano y su veganismo twittero contribuyó mucho a llegar a este pesimista veredicto), y esos textos fueron la confirmación de que la estulticia de los gobernantes, y su capacidad de mentir sin rubor, son ilimitadas.

Resultado: el día que nos dieron permiso de ir a buscar libremente el virus a plazas comerciales y a restaurantes, me dirigí a ellos casi por ósmosis y comprobé lo que venía pensando desde que me harté de sacar fotos en el interior de mi casa y hacer grandes osos en Tik Tok: la pandemia dejó al descubierto más vicios y carencias, que virtudes y puntos de encuentro.

Y conste que me estoy incluyendo en la lista dorada de aquellos que acabarán engrosando los tomos de la historia universal del cretinismo.

Habrá mucha gente que ganó en esta pandemia, sobe todo los que se dedican a las ventas por internet, los dueños de Amazon, los que vendrán la vacuna y quienes consiguieron reconciliarse consigo mismos.

Pensé que lo lograría, lo veía cerca al inicio de la pandemia, cuando me dediqué a escuchar a mi Stravinski hasta poder tararear completa su Consagración de la Primavera, que fue quizás el triunfo más grande que obtuve en la cuarentena (aún no acaba), eso, y no infectarme o ser asintomática hasta hoy.

Lo que desgraciadamente perdí fue mi capacidad de concentración para leer, tres kilos que mis pantalones hoy reclaman para sí, perdí las ganas de beber (eso es grave), el gusto por echarme a ver una serie sin dormirme en el minuto 10, perdí el pinche cubrebocas tres veces al día, perdí todo el sentido del ridículo en Tik Tok, y muchos etcéteras.

Todavía no logro reconocer que gané en el encierro.

Quizás gané un poco más de tolerancia a la soledad y muchos seguidores en las redes sociales.

Hoy conseguí escribir este choro deshilvanado y poco interesante gracias a que la torta de agua olvidada en la comida me hizo salir a comprar un cuarto de jamón para llenarla.

Una torta es una torta es una torta…

Salir acompañada de mi fiel ovejera Lizzy me reanimó (esa perrita es la responsable de que no me haya deschavetado por completo en esta crisis sanitaria), y por un momento quise imitar el paso ligero de mi madre y dejar detrás mi patetismo pandémico que no es más que un trastorno clasemediero provocado por la falta de hambre y de frío. Quise imitarla; no pude. Tal vez en la vida siguiente pueda heredar su ligereza, su inocencia y ese extraño órgano que sólo ella posee para disfrutar del mundo como si fuera generoso.

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