viernes, noviembre 22 2024

Hace exactamente un año (como cada año en este día)  todos nos encontrábamos en una situación común: despertando temprano para ir a hacer las últimas compras de la cena navideña, o quizás los renegados de la navidad y su consumismo atroz, despertaban mentando madres imaginando las horas venideras: rodeados de familiares indeseables, de ruidosos chamaquillos urgidos de sus regalos y de kilos de bacalao y romeritos y litros y litro de alcohol.

Se estaba acabando el 2019 y era como si se terminara el 2018 o el 2001 o el 1987.

Un año normal, con sus altas y sus bajas, con sus dificultades, con sus cuestas arriba y sus derrumbes; con sus bodas, con sus divorcios, con sus accidentes, sus decepciones, sus alegrías y sus muertos.

Hace un año, a esta hora, yo estaba despertando frente al mar. La vida parecía sonreírme constantemente; una sonrisa que me parecía francamente sospechosa dadas las vicisitudes de los años anteriores. No podía confiarme, pensaba. La cosa iba demasiado bien como para ser real. Pero de pronto resultó que sí: que estaba plena, me sentía amada, estaba sana, los míos estaban igualmente sanos y salvos… lo peor, o lo mejor de todo, fue que el arranque de este nuevo (2020) se dejó venir con una fuerza apabullante, prometedora: en lo personal enero fue maravilloso, y febrero, ¡caray! Nunca un mes más afortunado: viajé a España a presentar mi libro junto a Miguel Sáenz, a la presentación llegó el mismísimo Fernando Savater. Fue LA noche del año, qué del año, ¡de mi vida!

Y de ahí a París.

Fue la primera vez que viajé sola y pude reconciliarme conmigo misma, embriagarme en Montmartre sin temor a ser asaltada por un rufián, visité los mejore museos, comí las mejores ostras y los mejores caracoles, bebí grandes vinos que acá me hubieran salido en un ojo de la cara.

Fueron 18 días vertiginosos: despertar temprano, caminar, caminar, toma fotos, asombrarme en cada esquina.

Justo para el día que tenía el vuelo de regreso, daba inicio el fashion week parisino. Pensé en quedarme para ver, aunque sea de lejos, el espectáculo de esas grandes marcas, sin embargo, había que volver porque tenía quien me esperaba de vuelta, además de los molestos cobradores de los call centers de los bancos, a quienes había asaltado a mano armada dando lujuriosos tarjetazos en las Galerías Lafayette.

¡Qué vidita, mano!, pensaba en el Charles De Gaulle, mientras en las noticias locales alertaban que todos los que venían a la semana de la moda eran sospechosos de portar el nuevo virus que aquejaba ya para entonces Italia.

Las modelos, las bloggers, los fotógrafos y en general todos los involucrados en el mundo de la moda llegarían esa misma mañana desde Milán, en donde se había llevado a cabo su respectiva semana de la moda.

Como quien dice, el virus venía pisándome los talones, pero hui a tiempo. Llegando a México la cosa sonaba tan distante…. Acá la gente e incluso los encargados de explicar el tema en medios decían, juraban, que esta enfermedad no era más allá de una gripita. “Para que me entiendas, un enfermo de influenza la pasa mil veces peor”, decían en la radio algunos médicos.

Pues bien, un año más tarde ya vimos que no, que esto no era sólo una gripita.

Ha sido lo más brutal que nos sucedió como especie en el último siglo. Y sí… a mí ya me tocó transitar por ese limbo del cual no acabo de salir todavía.

Las secuelas de esa “gripita” son una prueba de paciencia sobrehumana.

No sé si les pase a todos los que ya vivieron la enfermedad y la sobrevivieron, pero el mundo cambia desde el momento en el que te dicen que eres positivo.

A mes y medio del contagio, todavía tengo miedo, y tengo miedo porque cada día al abrir las redes entro a un panteón. Facebook es un torrente de esquelas, Twitter es un moridero en el que los pacientes o los familiares van narrando ese horror inenarrable.

Me siento profundamente expuesta, abierta en canal como un cerdo listo para la cena de navidad, dolorida, triste. Y esto le sucede mucho a los recuperados del covid. El bicho te carcome las fibras más sensibles y te deja con los cables pelones; por eso cada vez que un recuperado ve noticias de un nuevo infectado o un nuevo muerto, el llanto es incontenible.

A mí me pasa así: llevo más de 60 días llorando hasta por la luna, como el viejo Syd Barrett.

Hace exactamente un año nos preparábamos para una navidad más. Ya los más amargaditos estábamos tratando de apurar el trámite, de evadir la conversación con la tía chismosa o el acercamiento con el padrino borrachín que acaba queriéndose pasar de listo.

Uno planea sus fiestas con anticipación. Yo creo que a todos nos pasó que, por ahí de agosto, septiembre, cuando se empezó a relajar la cosa en nuestro país y comenzaron a reabrir todo y se instauró la nueva normalidad, planeamos qué íbamos a hacer para esta fecha.

A dónde, cómo, con quién.

Después de más de seis meses de encierro nos dimos cuenta de que nos hacían falta los demás, el roce, el beso, el abrazo. La cercanía hasta para debatir caldeadamente y terminar peleando. En octubre y noviembre, quizás, reconocimos que la soledad (a veces deseada) sólo es placentera si la adoptamos por voluntad no por la fuerza.

Nos prohibieron el contacto, el tacto, las demostraciones de afecto a menos de 2 metros.

No lo planeamos así. No lo teníamos planeado.

Ya se nos había advertido que el invierno traería el lado más crudo de la pandemia y no quisimos o no pudimos o no nos resignamos a que fuera así. Es parte de la condición humana buscar a los otros (aunque sea para joder). No sabemos hibernar, no somos marmotas ni osos polares.

Y miren que hoy estamos aquí, separados, con el frío metido entre las venas, preparando cenas virtuales, buscando alcohol clandestino, para pasar la navidad más triste y atípica  de nuestras vidas.

Para muchos esta época siempre es triste, pero hay quienes son más optimistas o adictos a ella y su supuesta magia. No es mi caso, sin embargo, esto no lo tenía planeado.

Hasta hace unas semanas, antes que el covid me arrancara de mi centro como un huracán, mi navidad tendría un árbol en medio de la arena. Habría vino y amigos. Calor. Amor.

2020 se va propinándonos un coletazo helado, perturbador. Vamos todos en el Pequod y el cachalote blanco está encanado en una fecha. 2020, ¡chinga a tu madre!, gritan por ahí. 

Fue un año sádico, y el que viene no se ve mucho mejor.

No lo teníamos planeado.

Quedan varias moralejas en este cuento de navidad:

No planear nunca más allá del día que está despuntando; cuida tu oxígeno (en estos tiempos se compra en cilindros, pero ni es lo mismo ni es igual); guardar energías para sí mismo en vez de intentar salvar a alguien que quizás no quiere ser salvado; plantarse uno solo en algún lugar del mapa donde podamos guarecernos del terremoto, del huracán o de un virus que, al ser invisible, nos puede parecer inofensivo.

 

Feliz, rara, pero sobre todo, profunda navidad para todos.

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