jueves, noviembre 21 2024

por Alejandra Gómez Macchia 

Antes, seguramente, las palabras que más utilizaba para tomar aire o pensar antes de continuar hablando eran “esteee” o “¿no?” o “ehhhh”.

Ustedes saben de qué hablo, las usan todo el tiempo también porque nadie es tan bueno (sólo Borges) para hablar como escribe o como piensa.

La palabra que me caché diciendo un sinfín de veces en mis largas conversaciones telefónicas o en las escasas conversaciones que tengo en vivo con alguien, no es palabra; son dos palabras que antes siempre las atribuía al acervo lingüístico de las abuelas o de las tías vírgenes  que daban catecismo. Esas dos palabras, en efecto, las adopté de mi abuela materna, que es adicta a los programas de nota roja y fue una fiel lectora de Alarma durante toda su vida.

Esas dos palabras que conforman una expresión coloquial hoy están instaladas en mi lengua, dispuestas a salir cada vez que abro la boca para hablar, incluso cuando me siento a comer y balbuceo mientras refresco la línea temporal de mis redes; no ha habido un sólo día desde marzo que no la repita y no me dé vergüenza con mi interlocutor, pues mi interlocutor casi siempre se percata que la digo varias veces durante el chismorreo.

“Qué horror”.

Guau. Ahora que lo pienso, la primera vez que escuché decir a alguien “qué horror” debió ser precisamente a mi abuela. Para ella decir “qué horror” siempre ha sido cotidiano porque el mundo la hechizó y la sorprendió no de la mejor manera desde que perdió a su madre a los 4 años por una neumonía o algo así, y luego al padre, que era su adoración, lo atropelló un tranvía.

Mi abuela entonces tenía 14 años, se dio cuenta perfectamente de lo ocurrido… ¡qué horror! Qué horror, pienso ahora al imaginar la imagen del bisabuelo tumbado entre un charco de sangre con su Stetson y su americana de gamuza, pero también vienen a mi mente estos versos de Paz, en Pasado en claro:

 

“Por los durmientes y los rieles
de una estación de moscas y de polvo
una tarde juntamos sus pedazos.
Yo nunca pude hablar con él.
Lo encuentro ahora en sueños,
esa borrosa patria de los muertos”.

 

Hoy esa patria está sobrepoblada…

 

Pero lo del abuelo Luis debió ser horrible. ¡Qué horror ser mi abuela Lupe, llegar de la escuela a la casa y encontrarte con una noticia así! Por eso estoy segura que el ¡Qué horror! me viene de la abuela, al igual que la cara de lágrima y la paciencia y la vocación vicaria con la que trató durante toda su vida a don Carlos, mi abuelo. Un viejo encantador pero más contreras y terco que pegarle a Dios.

 

Ahora mismo, al escribir esto, van surgiendo en cascada imágenes y textos que me indican que la cosa, a horas de terminar este año desconcertante, van mal. Y musito ¡qué horror! ¿Cuánta gente ha muerto? Cuántos faltan… y a mí para qué me tocó salvarme.

Preguntas que me he hecho durante meses, pero se agudizaron desde el 12 de noviembre, cuando me tocó ser parte de esos números.

Y sí, ha sido un horror ver no sólo las esquelas diarias y las fotos de médicos devastados, y los anuncios desgarradores de familiares que pierden a sus padres y a sus hermanos en esta guerra intestina, así como también comprobar que el horror se extiende, se propaga a la velocidad de la luz de la mano de aquellos que no acaban de entender, que no quieren enterarse que estamos frente a un desastre sin precedentes en el que, de seguir así, todos habremos de perder a un familiar o por lo menos a un conocido hasta que las vacunas aparezcan y la sensatez sea más contagiosa que la nueva cepa del covid.

Disculparán los lectores que durante este año casi no tuve otro tema del cual escribir. ¿Quién tiene en la cabeza otra cosa si gracias al virus nuestras vidas se trastocaron en todos los sentidos?

31 de diciembre, y seguimos contando.

Se calcula que la cifra oficial de muertos en nuestro país llegue a 125 mil para la hora cero, porque falta que caigan los pacientes gravísimos que, desgraciadamente, no la saltarán.

Esa es una cifra pasada por la cosmética de López Gatell, claro. No se sabe, ni se sabrá nunca, el número real de víctimas mortales ya que muchos prefieren despedirse de este mundo en casa; muertos que no hacen ruido ni aparecen en las gráficas de las mañaneras.

 

Hoy desperté a las 6 de la mañana, empapada en sudor, como viene sucediendo desde que me contagié.

Ya no soy “contagiosa”, sin embargo, me encuentro dentro de ese grupo de personas que padecen los estragos del COVID mediante secuelas que no se sabe cuándo desaparecerán, si es que desaparecen.

 

¿Es un horror, no?

Sí, lo es.

Pero no tanto como terminar los días en una unidad de cuidados intensivos.

Este año aprendí muchas cosas y desaprendí otras tantas.

No voy a decir que me convertí en una eremita ni que soy mejor que nadie, incluso no creo ser más noble ni menos apegada ni más generosa de lo que venía siendo. Aunque logré dejar de fumar y ahora como más verduras y menos cerdo.

El cambio se dio a un nivel demasiado profundo como para salir a la superficie tan pronto.

Aún no asimilo el golpe tras el clavado. El agua siempre es dura. Todavía deconozco la magnitud de la tragedia, sobre todo la interna y la ulterior.

El covid pasa como huracán, dejando un espectro de inflamación y varias estructuras rotas. Pero son sólo 15 o 20 días los que vive dentro de uno.

En ese lapso, la entidad microscópica  se replica si tus células se abren.

 

Comencé el confinamiento general, es decir, el de marzo, escuchando La consagración de la Primavera. Para agosto la cosa no acababa y comenzaba a convertirme en una criatura mutante y grisacea por falta de sol y de contacto con los demás y repetía el Cuarteto del fin de los tiempos, de Messiaen.

En verdad me fui programando para no enloquecer a causa del encierro. Lloraba poco, pero consistente cada vez que escuchaba al viejo Vivaldi, pensando que quizás llegaría el invierno y seguiríamos sitiados.

Para mi cumpleaños, en septiembre, ya estaba más que acostumbrada a la nueva normalidad, y como muchos me relajé y comencé a salir antes de convertirme irremediablemente en un ostión, sin embargo, jamás solté el cubrebocas ni engrosé las filas de aquellos bien llamados “Covidiotas”: extrañas criaturas que buscan el contagio a voluntad creyéndose invencibles.

Para esos especímenes que van repartiendo muerte en gotitas de saliva, debería aplicarse la decapitación como método infalible contra su falta de cerebro.

Apenas ayer leí que un poblano de 26 años se fue a Vallarta de vacaciones sabiendo que llevaba el bicho metido hasta el tuétano. Fue a la playa, empezó a ahogarse y la ambulancia llegó. Los paramédicos pensaron que era un infarto. No. Era un covidiota que menospreció el poder del virus y fue a contagiar inocentes a la playa…

Y otra vez la muletilla: ¡Qué horror!

Son las ocho de la mañana del 31 de diciembre del año 2020.

Desperté hace más de dos horas.

Tomé mi jugo de apio en ayunas para deshincharme de los estragos de la dexametasona.  

Eché a andar la lavadora.

Los trastes llevan rato escurriéndose en el fregadero.

Mi perra está esperando ansiosa el sonido de las llaves y de la correa que indican que está próxima a salir.

El café cae a cuentagotas desde una máquina italiana hacia la taza de barro cholulteca.

Mañana será un nuevo año, pero nada habrá acabado.

El tiempo es un flujo constante de imágenes y hechos que se repiten.

Los imbéciles no desaparecen al sonar la doceava campanada.

Los duelos de ayer seguirán vigentes a la hora de recalentar el pavo.

 

Es 31 de diciembre, pero en las calles no se ve el jolgorio de los años anteriores. Tenemos déficit de alcohol en las casas. No podemos abrazar al vecino que nunca le hemos preguntado ni su nombre.

Suena Vivaldi en esta casa sin puertas.

Los violines del invierno cortan como una daga sin filo.

Hay un aire atípico para la temporada.

Enormes nubes surcan el cielo, van a una velocidad insólita y se pierden detrás del volcán.

Una tetera chifla en el departamento de arriba.

El cartero no llamó dos veces; él y sus buenas nuevas no salieron del horror del tubo que prolongó su vida quince días más dejando a su familia en la quiebra. Esta noche se escribirán los versos más tristes del siglo.  

Este fue un año guadaña.

Me asomo a la ventana y al querer tomar una foto reparo en el sentido de la inmediatez. Cada minuto es un aleteo de mosca, una intermitencia de luciérnaga. Esperé la salida del sol, pero dos minutos de distracción bastaron para que el mundo cambiara y perdiera el instante que quería captar para siempre.

Ahora un rayo benevolente entra oblicuo por mi persiana entreabierta y toca mi cara.

Respiro profundo.

Nunca antes había valorado tanto ese sencillo y complejísimo movimiento innato del cuerpo.

Respirar.

No es una suerte de Buda ni de yoguis ni de despiertos.

31 de diciembre del 2020.

Termino de escribir esto al mismo tiempo que leo en Twitter que otro conocido se fue, justamente porque el aire no le llegó a la pleura.

Digo “Qué horror” por tercera vez en el día.  

Luego respiro.

Ese es el gran regalo.

 

*Que el 2021 nos sea más leve y que en cada respiración se desprenda un poco más nuestro congestionado y virulento egocentrismo.

 

 

 

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