domingo, diciembre 22 2024

Por: Luis Conde

 

Decidimos guardar una carta que alguien nos dio, los intentos de letras que hicimos y los papeles que acumulamos con el paso de los días.

Después escogemos un lugar casi secreto donde atesoramos memorias para escaparnos cuando la melancolía nos alcance.

Boletos de avión, tickets de conciertos, cartas, dibujos y objetos con características peculiares empiezan a invadir de a poco un espacio que inventamos para ellos y un día, sin darnos cuenta, estamos rodeados de piezas que no son más que basura y de los que no somos capaces de deshacernos porque, creemos, sería como botar pedazos de nuestra memoria.

Entonces concluimos que no se trata de tirar el pase de aquel concierto memorable donde quedamos sin voz en un viaje de euforia, sino el recuerdo que el trozo de papel evoca cuando lo sentimos entre la punta de los dedos.

Y así un día sin más aceptamos que nos gusta vivir entre basura y que esa basura –nuestra basura– tiene un significado incalculable, y que el rincón que escogimos para ella nos transporta a un patio trasero donde descansamos del mundo que agobia.

Un día esta basura cobra vida y se apodera no sólo del rincón que le dimos debajo de la cama o en lo más alto del clóset. Urga entre las sábanas cuando dormimos y aprende a imitar a los ácaros que se escabullen en la penumbra, se instala en nuestra cabeza y nos hace regresar a lugares que ya no existen.

Así, sin más, despertamos y nos metemos a la ducha, preparamos el desayuno y salimos disparados a hacer algo que nos ayude a pagar las cuentas.

Nos sentimos más pesados. Ya no podemos correr con soltura entre las calles. Nos pesan los pies y la torpeza nos ridiculiza cuando buscamos esquivar a quienes tiran pasos lentos por la banqueta.

Ese día encontramos más artilugios extraños. Los ponemos en el mismo rincón y caemos en cuenta que se acabó el espacio. Nos ahogamos.

Damos manotazos en el aire con la idea hacernos del poco oxígeno que hay disponible.

Respiramos. Aún hay aire.

Miramos a nuestro rincón sagrado y las cartas, los tickets, separadores de libros y otros objetos indescifrables no nos inmutan más. Los examinamos y decidimos que hay que apropiarse de este espacio que le cedimos a la melancolía. De pronto ya no hay más.

Está el vacío. El aire regresa. Llena los pulmones y otra vez andamos ligeros por los pasillos y esquivamos con astucia los obstáculos de las calles.

El rincón de nuestro cuarto quedó exento de la manía de darle valor a objetos que pertenecen a los contenedores de la parte trasera de los edificios pero la ligereza de los pies se resiste a ceder. Ya no nos cuesta sólo dibujar los pasos sobre las calles, pero es difícil articular ideas claras entre la madeja de pensamientos.

Descubrimos que apestamos. No nos deshicimos de toda la basura. Escondimos los restos en un rincón tan oscuro que nos olvidamos que estaba ahí hasta que se desborda.

Caminamos entre las olas de gente y ésta huye porque despedimos un hedor insoportable.

Nuestra peste decide vivir entre los pliegues de la camisa y muta como una nueva capa de ropa. Se transforma en paranoia, se convierte en una sombra y se va a dormir cuando nos metemos entre las sábanas.

Entonces nos muerde las orejas y sentimos su respiración en la nuca, aprovecha un descuido y se filtra como agua por nuestros poros.

Exudamos esta peste en forma de manías como morderse con ahínco la punta de los dedos. Tartamudeamos en público a forma de estornudo para librarnos del virus que habita en nosotros.

La peste, la peste que se transformó en virus, intenta escapar con pequeños golpeteos de las manos contra la mesa y se desborda en palabras como una última alternativa de escape.

Nos levantamos. Nos duchamos. La peste sigue ahí. Se arraigó en las capas más internas de la piel. Sigue intentando escapar en forma de manías cuando estamos en público.

Ansiedad.

¡Y todo por no sacar la basura!

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