domingo, diciembre 22 2024

por Alejandra Gómez Macchia

A Alejandra Alarcón le gusta pintar y morir en lugares importantes.

Le gusta –y busca– fallecer voluntariamente tomando el concepto de muerte como el proceso más importante del que se tiene noticias.

Se afantasma, se vuelve traslúcida, como los colores de su paleta al contacto con el agua.

Por eso va un paso adelante, reparando en un hecho: si la muerte es el evento culmen de la vida, la fiesta máxima, es un sacrilegio y un contrasentido no estar invitado, no ser el anfitrión a ese festín de asombro y lágrimas.

Lo maravilloso es que después de cada muerte se desempolva los pantalones –o la falda–se reacomoda el cabello, recoge la cámara, toma un té y regresa a su estudio en el corazón de Coyoacán. Y ahí, recompuesta y renacida, se sienta a pintar en medio de fotografías, huesos humanos y plantas.

Ella y su familia habitan entre grandes hojas santas que brotan de la tierra y llegan a la puerta del segundo piso de esa enigmática casa azul. Una suerte de escena Lewis Carroll con pequeños animales que pululan al caer el sol y un niño luminoso que habla como un pequeño Sócrates.

En estos tiempos en los que la palabra “tráfico” está tan satanizada, ella se asume con desparpajo como traficante.

Es especialista en el trasiego de ideas que trasmutan en pinturas, performances en video y fotografía.

Le ha cambiado el rostro –y la tesitura– a las heroínas de los relatos infantiles que vio y no-vio de niña en las salas de cine en Cochabamba, en donde su madre, la camarada Hilda, la hacía ir más allá del texto matizado con el rosa pastel de Disney.

Alejandra no vio la misma caperucita que amaban sus compañeras; por eso en sus acuarelas los lobos pueden ser las víctimas propicias de esa niña con tintes de Lolita precoz.

Ale es una verdadera hija de la lucha clandestina por la libertad, pero al mismo tiempo, nieta de personajes de poder en plena dictadura. De ahí que se confirme la regla que de la ambigüedad trabajada sobreviene siempre la luz.

Los niños aprenden a decir cosas llanas y básicas cuando comienzan a hablar traduciendo   la representación en imagen y el sonido del entorno en voz: agua, mamá, leche, guaguá, miau, dodó, papá…, sin embargo, ¿qué pasa cuando una criatura que recién ha inaugurado su dentadura traba una conversación incipiente en la que la palabra clave no es leche ni pipí ni mamá sino “paginar”?

Esa criatura entonces estará destinada a morir en lugares importantes.

Crear un cuadro consiste en lograr que cada color (como notas musicales) se combine con los demás y produzcan imágenes y voces.

Sabemos que los colores existen cuando hay otros colores a su lado, o una pincelada de agua, como es el caso de la obra de Alejandra.

De la sociología a la pintura hay un solo paso, es por eso por lo que a nuestra artista no le costó trabajo entregarse a esa vocación; un llamado que inició a la hora que fue a la fosa común municipal a extraer huesillos para adornarlos con pintura, mismos que aún conserva en un rincón especial de su nave nodriza.

¿El resto de la osamenta? Fue devuelto a la tierra por consejo y petición de la Camarada Hilda, que mucho conoce del respeto a los muertos, pero, sobre todo, de la libertad para vivir la vida, y la soledad a la que conlleva esa rebelión.Si el circo es el arte del asombro, la pintura es una búsqueda de lo maravilloso, por eso al llegar a México, Alejandra se inscribió en La Esmeralda, en donde además de desarrollar su estilo y aprender de los mejores, conoció al hombre con quien hoy comparte vida y pasiones.

Su elemento es el agua, siempre el agua, sin embargo, la elección de los materiales no fue algo fortuito, pues, una vez que probó, descubrió que la acuarela era, por llamarlo de alguna manera, el material más limpio, aunque, claro, el más fácil de arruinar por un descuido.

 

Sus temas son el amor, el desamor, la leche, la condición humana, los relatos infantiles. Retrata gente y animales con el alma expuesta entre los huecos de cada vértebra; los enferma y cura. Los viste con calcetines plagados de pequeños incendios que se apagarían de ser sacados voluntariamente de entre las piernas, sin embargo, en cada cuadro con esta clase de escena, los humanitos se aferran a sus llagas, como suele suceder en sociedades donde se busca la aceptación a la manada: los personajes de Alejandra persisten en la lesión y se quedan ahí, enmascarados, inmolándose entre pulpos sin perder el lustre del manicure; mujeres jóvenes (como las de Balthus) ejecutando danzas macabras en medio de hilos de sangre; entaconadas, pero desnudas.

Los cuadros no hay que explicarlos, ni siquiera entenderlos; el artista se desvela ahí dentro, pero no necesariamente es un narrador de experiencias propias; hay atisbos, pinceladas de su interior, pero el fin ulterior de una pintura no es intentar aleccionar ni dotar de moralejas, sino abrir al espectador a nuevas sensaciones; generar gozo, sentir el drama, incomodar, llegar a la repulsión si es el caso.

La nueva colección de Alejandra Alarcón se titula Prometimos no morir; lo que la vuelve a colocar en la ruta de la eterna contradicción, dado que, al unísono de pintar sobre el lienzo, ella va y se mata frente a monumentos históricos o en eventos importantes.

El hombre está hecho de huesos, agua y tiempo.

Las caderas son corazones que fueron endurecidos bajo la forja de los pasos.

El cráneo es el huevo primigenio, de donde surgen todas las gallinas posibles; como las que ahora observa y estudia su amada y sabia madre.

Los fémures pueden hacer las veces de espada, como la lengua: ese gran instrumento de tortura y fuente inagotable de placer.

Podemos imprimir en estas páginas miles de letras en aras de diseccionar el trabajo de Alejandra, pero es mejor cederles el espacio a las imágenes.

Aquí una muestra de lo que he tratado de esbozar con palabras…

 

 

 

 

 

 

 

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