Liz Espejo (antes de que las bacterias sepan que nos hemos ido)
por Alejandra Gómez Macchia
El pan es un ser vivo. El pan, junto con el fuego, más que materia, es lugar; el espacio en donde se cierran todas las pinzas, en donde se conversa con uno mismo y los demás.
El pan como la confirmación de que un Dios existe y se inflama y se regodea entre el aire y los gusanos.
Como el dinosaurio de Monterroso: tenemos la certeza de que cuando despertemos, el pan estará ahí.
El día que el pan no figure en nuestras mesas, sabremos que todo habrá terminado para el hombre, sin embrago, es probable que la física y la química por sí solas, lo vuelvan a inventar… aunque faltaría la mano prensil como vehículo que encienda la chispa de la combustión que lo sublima.
Harina, agua, sal.
Dicen que el nuevo (viejo) mundo fue descubierto gracias a la pimienta, pero nada sería de esa especia si no hubiera un colchón que la contenga: ese colchón es el pan.
No hay alimento más democrático. Es el único que en verdad nos uniforma como especie; de él hemos vivido todos. Los carnívoros le debemos un cerdo o una vaca a Escupalio, pero todos, sin excepción, deberíamos de retacarlo de pan.
Conocemos su sabor y aroma.
Es noble como la música: tiene miles de variaciones sobre el tema.
*Cambio de escena.
En un perfil de Instagram, ella.
Con su pelo corto absolutamente entrópico de un rojo que se cae de anaranjado; mezcla rara de David Bowie y la Lispector, con el desenfado de una Elis Regina que hornea en vez de cantar.
Está acostada en su hamaca en un caluroso domingo de resurrección en medio de la pandemia. Con un pecho suave, enhiesto y expuesto, ella también canta boleros.
La sonrisa ancha como canción de Víctor Jara. Plantas afiladas, libros y un vasito de mezcal.
El tigre está en la casa; es ella misma o su gato, o quizás una cruza kármica de los dos.
A Liz Espejo la precede siempre su desparpajo y esa figura hipnótica de poeta maldita. Tiene la belleza que dota un spleen permanente; con los humores y el sopor de una Madame Bovary antes de tomar el arsénico. Si no la hubieran engendrado sus padres, seguro la habría inventado John Cage. Es también una dama muy Carveriana.
Adicta a Nick Cave y Pascal Quignard. ex condesa de La Noria y emperatriz de los parajes oscuros cholultecas, versifica la microdosis mientras se contonea en el Azotacalles.
Pero sobre todo hace pan.
Se rumora que cuando hace el amor, lo hace junto con alguien más…sin embargo, a la hora de fermentar la masa es onanista. Sólo necesita su par de brazos: uno para cargar e incorporar; el otro para fumar.
Quien entiende de texturas alveoladas, cortezas y acideces, ha descubierto su propia piedra filosofal.
Una voz profunda y clara dice: “La fermentación hace visible el invisible potencial de las cosas que aparecen en calma. Nos enseña a ver al tiempo como un misterio a descifrar: una suavidad, una acidez interesante. Lo que la fermentación nos muestra son las conexiones invisibles entre todo. Vida burbujeante desatada en las cosas escondidas en la opacidad de la materia”.
De pronto esa voz se levanta y se convierte en muchas voces. Esa voz inicial va fermentándose también: ora es Liz, ora ella, ora Madeleine… Suena en el ambiente la canción salvaje de su alter ego, Wild is the wind; así salvaje, como se nombra y se apellida su propio pan.
Lo suyo nunca fue una gripa, comenta bajo una foto suya de primera infancia: retrato de una niña gótica con ojera, tul y su carnal.
Como buena hija desfasada de Rimbaud, ella también sentó a la belleza en sus rodillas y le supo amarga.
Que nadie dome nunca a la bestia, a la mostra, a la vampira que hace el pan.