viernes, noviembre 22 2024

por Alejandra Gómez Macchia

En un país de edipientos, echar mano de la celebérrima mentada de madre para agredir al otro suele ser un agravio de orden mayor, sin embargo, los mexicanos, adictos al cotorreo, la chunga, al toma y daca de frases con doble sentido y al albur sexual, incorporan la mentada como parte de la picardía y como una manera de estrechar ciertos grados de camaradería en el contexto de “llevarse pesadito”.

Si vamos atrás en la historia reciente de nuestro país, podremos darnos cuenta que el arte del insulto no se basa en disertaciones inteligentes ni irónicas sobre las debilidades evidentes y ocultas del adversario, sino en reacciones virulentas y agresivas que parten de idea de herir la parte más íntima y sensible de los hombres, y por supuesto, el menosprecio de la mujer lleva mano en esta partida del juego.

En su libro El arte de ofender, Schopenhauer ejecuta un despliegue de elegancia y sarcasmo riquísimos, así, desde su pluma arremete con una daga fina sobre aquellos quienes, según él, eran imbéciles por sus acciones y omisiones. El garrote del alemán más mal encarado de la historia caía duro sobre las cabezas de sus criticados, lo que nos lleva a la conclusión de que, desarmar completamente al enemigo es tejer fino sobre el calado de sus carencias intelectuales  y no con los defectos o las miserias de terceros, en este caso la parentela, y muy en particular, con la figura de la madre.

Octavio Paz ya se encargó de darnos luces sobre el origen de La Chingada, los hijos del chingada y el país de la chingada.

Básicamente habrá que ir al significado de la palabra chingar, que no es otro más que violar, ultrajar.

Quien chinga, penetra sin permiso. El que chinga, arrebata y hace una ostentación de poder tomado por la fuerza.

Los mexicanos no éramos hijos de la chingada hasta que llegó un grupo de españoles sin mujeres, y esos españoles desplegaron su brutalidad sobre las mexicanas y en ese momento comenzó a surgir una especie de casta resentida de la que venimos casi todos los que hoy habitamos el cuerno de la abundancia, en conclusión: los mexicanos de hoy cargamos con el sino de ser producto de la gandallez y el atropello sexual de nuestras mujeres, por lo tanto, sí, todos somos de alguna u otra manera hijos de la chingada.

El catálogo mundial de insultos e infamias cambia radicalmente conforme la geografía y hasta el clima. Así, los habitantes de tierras más calientes son proclives a un mayor grado de desparpajo y liviandad: no es lo mismo que te mande al diablo un francocanadiense que un jarocho o un tabasqueño… el primero te insultará diciéndote que ojalá te caiga un cáliz o un tabernáculo en la cabeza y el tabasqueño te mandará a la verga sin hacer gestos y con una caguama en la mano.

Los políticos mexicanos de antaño eran los campeones invictos de la hipocresía; en complicidad con sus medios de comunicación chayoteados, censuraban las picardías de los primeros como para que el pueblo se creyera el cuento de que eran prohombres, cuando en realidad, fuera de cuadro y en sus reuniones impregnadas de testosterona y brandy, hacían gala de un repertorio de bajezas, casi todas cargadas de misoginia, homofobia y machismo ramplón.

Hoy la vileza y la falta de retórica de los políticos se hace más patente gracias a las redes sociales ya que los políticos son saltimbanquis y bufones de televisión más que juristas o maestros en ciencia política. Aunque no hay que generalizar, ya que, como se dijo antes, todos somos en realidad dos personas: la que aparece en público y la que se va a la cama ataviada de sus complejos.

Por eso vemos ahora a candidatos como Alfredo Adame, un actor descontinuado del showbizz que se vale de la sed del resentimiento y el poco bagaje de ideas para hacer una campaña sumamente escandalosa que es regida por los pegajosos memes y el hartazgo hacia la clase política pendenciera que veíamos en las épocas del viejo-nuevo PRI.

Desgraciadamente este tipo de performance genera más contento que indignación, ya que Adame funge como un aparato de perifoneo que replica y legitima la violencia como método infalible contra las enfermedades del alma del pueblo mil veces «chingado». De una bola de hijos de la chingada que en lugar de defenderse, se morrean con él y replican su método para permear entre aquellos que han hecho de la indignidad una bulimia.  

Alfredo Adame es, en esencia, un enfermo de neurosis; un oportunista más que lo único que pretende es seguir chingado (y no a su madre) a todo aquel que se ría y se aguante.

Adame es sólo un síntoma. Y también la autopsia pública de un cadáver que lleva años pudriéndose y pretende seguir ocupando su curul y obtener impunidad con el fuero. 

 

 

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