domingo, abril 28 2024

Uno se curte mucho viendo películas. Mucho.

Al igual que los libros, el cine es un manantial de ideas. En ambos casos podemos aprender cómo contestarle con un buen revés a nuestros enemigos. Cómo negociar con los jefes. Cómo dialogar con los mafiosos.

Recuerdo perfectamente la primera vez que vi “El último tango en París”. Yo tendría como 18 años y la edad de la punzada se me había prolongado (¿me ha abandonado ahora?).

En ese entonces no me pasaba por la cabeza que podría llegar a tener un amante. Eran otros tiempos y las chavas no teníamos claro lo que era un sugar daddy, como ahora sí lo tienen claro y hacen su agosto con este tipo de prácticas.

Era joven, inquieta, pero respetaba ciertos límites. En casa eran bastante laxos, aunque no como para que me pudiera dar a la intrépida aventura de cazar un hombre mayor. Tampoco se me antojaba mucho. Hasta que vi a Marlon Brando en esa maravillosa película de Bertolucci.

Sin embargo, el destino estaba trazado y me fui por el así llamado “camino del bien”. Hice una familia normal, con un hombre que era apenas unos años más grande que yo. Fin de la historia. Llegué a los 27 años sin mayores exabruptos… y sin haber probado las delicias del amasiato.

Todo cambió cuando me separé de mi marido y volví a ver, pero con ojos más maliciosos, “El último tango en París”, que ahora me parecía no sólo una buena película, sino un surtidor de buenas (malas) ideas.

Con el tiempo encontré a un amante como Brando, que me perseguía por las calles mientras yo apresuraba el paso para hacerme la interesante.

Como María Schneider, yo también tenía una melena revuelta y usaba sombreros. También mis atuendos eran (siguen siendo) algo estrambóticos.

Entonces me instalé en el papel de la Schneider y al principio no quise saber demasiadas pistas sobre el hombre con el que me acostaba. ¿Para qué? ¿Para arruinarlo todo?

Eso pensaba mientras pasábamos las horas encerrados en mi apartamento. Revolcándonos, obviamente. Y bebiendo y hablando y riendo.

Yo aprendí casi todo con ese hombre. Hicimos de esa relación una buena alianza sin tabúes ni estereotipos.

Pero tal como pasó en la película, un día no aguanté la curiosidad y empecé a investigar quién era él en realidad.

La relación cambió irremediablemente, aunque el sexo (duro, sucio, perverso) siguió siendo estupendo.

Fue una temporada alucinante en nuestras vidas: él había encontrado a una mujer que no hacía muchas preguntas y se contentaba con las nutridas dosis de adrenalina que le generaban los encuentros, y yo había encontrado un hombre que me abría un nuevo panorama sexual.

Me sentía fuerte, poderosa, deseada.

A pesar de que me llevaba una larga carrera en la vida, fui una alumna disciplinada y creo que al final me gradué con honores.

Pero repito: todo se pervirtió cuando involucré los sentimientos y quise apoderarme, ya no sólo del cuerpo, sino de la mente y el corazón de ese hombre.

Pasamos una larga etapa de transición: del goce total que otorga el misterio, al inevitable infierno del reconocimiento. Y tal como Brando y la Schneider terminamos metidos en un huracán de celos e insensateces que nos llevaron al quiebre del encanto.

Aquella fue una época inolvidable a la cual le queda perfectamente esa frase que una vez acuñó María Félix: “si quieres perder a un hombre, investígalo”.

 

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