Carta abierta a los estudiantes que hoy marchan
por Alejandra Gómez Macchia
Queridos Estudiantes Poblanos:
Esto que están haciendo es necesario por lo urgente, sin embargo, en un mundo ideal las calles deberían ser utilizadas para otra cosa, no para salir a exigir lo que por nacimiento les corresponde: vivir en paz.
Desgraciadamente las cosas han llegado a un grado de perversión extrema, no porque los malvados sean una nueva especie (esa siempre ha existido), sino porque los celadores del orden y la seguridad, que prometen mientras no tengan un voto seguro en la urna, llegan a sus puestos y olvidan quiénes los han puesto ahí. Y no. Todo lo malo que sucede en nuestro país, y en este caso en nuestro estado, no es culpa de una sola persona: el tango no se baila en solitario…
Todos hemos contribuido de una u otra manera a que la podredumbre nos llegue al cuello hasta ahogarnos.
¿Qué necesitan nuestros jóvenes para sobrevivir esta embestida?
Necesitan estar seguros dentro de la vida misma.
Necesitan asombro por la belleza y también una dosis de sano temor por el futuro que aún no saben cómo construirán, pero para eso necesitan estar vivos. Para toparse con sus propios límites y cruzarlos; para errar, para corregir. De eso se trata la juventud: único tiempo en el que se cuenta con horas extra para rectificar sin que se provoquen catástrofes irremediables.
Hoy miles de muchachos salen a las calles con las fotografías y las batas de tres compañeros caídos cuya culpa sólo reside en habitar una tierra bárbara, un lugar en el que la ley cree estar por encima de la justicia, y así nos lo hacen sentir las llamadas autoridades, desde una frialdad pasmosa y depravada.
Lo que necesitan los estudiantes es arrastrarse de vez en cuando por hambre, y que esa hambre catalice su ambición; lo que no necesitan es morir en medio de un festejo; no salir de casa dejando a sus familias en vilo, haciéndose la pregunta: ¿volverán?
Lo que debe padecer un joven en busca de reafirmar su vocación en las aulas es el tormento de no llegar a ser más grande que sus anhelos. El joven médico que se enfunda en su uniforme blanco debe angustiarse por superar a sus mentores, pensar y repensar la manera de poder colocar un aparato que abra esa válvula cardiaca al enfermo, o renovar la técnica de anestesiar a una parturienta que no quiere más dolor a la hora de aplicar la epidural.
El joven escritor, por su parte, debería sólo preocuparse por entender que la literatura no se renovará por medio de una beca o un premio en el que le garanticen que tendrá un año de caguamas tibias para poder pensar mejor o volverse un poeta maldito que no dejará un legado importante.
No. ¡Si algo es cierto, es que el hambre es la materia prima del estudiante! Debe serla si se quiere llegar a buen puerto.
El estudiante debe abrazar la desolación cotidiana, el frío cotidiano de la falta de ideas frente a un mercado que está acaparado por las máquinas y por las mentes extranjeras. Sólo pocos estudiantes que lo han tenido todo a mansalva consiguieron un lugar decoroso en la historia. Por eso entrar a la universidad está estrechamente ligado al verdadero destete, sin embargo, permitir que los padres dejen de procurarnos alimentos y calor de hogar, no significa que los hijos deban volar para ser capturados o desplomados por una bala.
Ser joven y estudiante los debe aproximar, sólo aproximar, a resurgir como criaturas maravillosas desde la miseria de tener que extraviar el sueño sumergidos en gigantescos tomos que en su sano juicio, y por voluntad propia, nadie leería.
Nuestros grandes no se hicieron en la jauja: Rulfo inventó desde las mazmorras de la burocracia pestilente un paisaje, nuevas ciudades pobladas de fantasmas, un lenguaje insólito: sus creaciones fueron logros frente al polvo que mordió.
El estudiante deja en su tránsito el mensaje de una juventud un tanto atormentada por la frialdad y la estrechez de un sistema al que “debe” responder. ¡Ni modo!, sólo pocos triunfan teniendo la calle por escuela.
El estudiante es un ser incorregible de su tiempo, atribulado por una adultez que no llega y por una adolescencia que se niega a abandonar.
Lo que necesita un estudiante se encuentra en todas partes. No urge ser mimado por sus profesores como fue mimado por sus padres, sin embargo, de esos profesores se espera sabiduría, no estupidez ni acoso ni corrupción.
El tiempo sólo está una sola vez para nosotros. Para todos los seres humanos.
Uno nunca se vuelve a bañar en el mismo río ni tiene la esperanza de ver pasar dos veces la misma nube.
Así para el estudiante: esos cinco años sólo están cinco años en su haber; luego viene la cruda, la resaca de una realidad que no está lista para recibirlos. La realidad de un Estado que los desprecia por falta de experiencia.
Pero esos cinco años en los que son estudiantes tendría que ser un espacio en el que conversaran sus propias violencias de juventud y con los lujos que sólo otorga la valentía de la que sobreviene esa violencia.
Hablo de violencia como una estación de tren en la que la propia edad hace que nos detengamos. La violencia como catalizador de una pasión, la violencia de querer ser caníbales frente a nosotros mismos: morder para defender lo que se les ha prometido, y tantas veces (las más) se les arrebata con otro tipo de violencia que es la omisión, la indiferencia y el ninguneo.
Los poderosos no lo recuerdan, pero también fueron niños.
Niños y jóvenes.
Criaturas torpes, que trastabillaban antes de aprender a bailar y antes que aprender a robar.
A ellos, a los poderosos, los invade una amnesia selectiva. Ya no ven más allá de sus intereses mezquinos. Pintan de un color que creen que los representa, calles, patrullas y edificios. Su discurso no tiene primavera ni verano; creen no tener miedo ante su propia desesperación. Arrogancia, se le llama. Y evitan salir a confrontar a esos jóvenes porque simplemente ya no tienen más qué decir.
Ellos ya no recuerdan la época en la que rugían por su propia hambre. Sus despensas están llenas, sus estómagos ahítos y desparramados por una saciedad que los paraliza y los hace obesos mórbidos de poder.
Los que dejaron de ser estudiantes y sobrevivieron a ello, ven hoy el espanto de las familias que pierden a su ser querido frente a una televisión o un dispositivo. Han capitulado ante la pequeñez de sus títulos, de las medallas que se han colgado.
Son sobrevivientes, sí, y merecen por ello un aplauso. ¡De pie, por favor, ante el respetable presídium!
¿Y de qué manera sobrevivieron ellos?
No es que hayan sido más diestros, más sigilosos o valientes: es simplemente que les tocó vivir otro país en donde se podía transitar seguro a las tres de mañana. A las dos de la tarde. Borrachos o no. Drogados o no. Puteando o no.
Hoy ya no se pueden cantar versos en el portal acompañados de un laúd, porque llega alguien y te roba el laúd… o hace astillas con él y te lo encaja en el pecho y te mata con el laúd.
La sangre que hoy baña esta tierra es sangre nueva y femenina. Es sangre fresca; la mejor, la que alimenta a un sistema vampírico que “amenazaba” con agonizar, pero que sigue saliendo hambriento, trepado en una carreta made in Transilvania, cuando decrece el sol.
Estamos tan aburridos, tan alienados, tan jorobados (hundidos en el submundo de la virtualidad) que, en vez de crear, matamos lo que amamos.
El hombre que tiene a su mujer acaba por estrangularla porque ya no le provoca ni deseo ni respeto. Ella está tan cerca, como en frente de una cámara, que la ve desenfocada, y luego ya no la ve. Ve una forma sin forma, un bulto. Y se mata a sí mismo en cuanto la daga entra directo a la aorta.
El presente deja de existir en ese momento, no sólo para el asesino, sino para todos los que observamos al monstruo en tiempo real desde un teléfono.
Ayer cogí mi carro y salí de mi casa hacia el centro y vi a cientos de estudiantes marchando. Trepados en camionetas o andando o en bicicletas. Iban tristes, pero iban felices.
Tristes porque la causa es patética y lastimosa: enterrar a un compañero siempre es enterrar una parte de sí mismos.
Felices porque el simple hecho de no paralizarse frente a la infamia es la comprobación de que aún se lleva alma dentro de un cuerpo mecanizado e intoxicado.
Los vi días antes, desde el otro lado del mundo en donde aparentemente no suceden estas cosas, sin embargo, allá en el rancio continente padecen el mismo tipo de cáncer terminal. Los muros de París están pintados con nombres que se parecen al de nuestras muertas, a los de nuestros estudiantes.
La raza humana está enferma y amenaza con podrirse y caducar definitivamente, pensaba mientras iba caminando hacia el más elevado templo de la frivolidad y la alta cultura.
En ese momento recordé las palabras de un Pablo Milanés temprano, cuando decía: la vida no vale nada si yo me quedo sentado, y yo sigo aquí cantando cual si no pasara nada.
Y en efecto, ayer que vi a los estudiantes marchar (en tanto yo iba acelerando un carro último modelo y hablando desde un sistema que sonoriza todo su interior) pensé que yo era parte de ese modelo indiferente y atroz que no se conmueve frente a la monstruosidad con la que se vislumbra el futuro.
Y tengo, vaya que sí, por quien voltear y preocuparme. Tengo una futura estudiante de medicina o de veterinaria o de derecho, viviendo hoy por hoy de mí. Una mujercita que confía en mi ejemplo y en mis cuidados. En mi poca sensatez y tacto. Y no sé si el día de mañana se encontrará metida en las fauces de una bestia que amenace su belleza y su juventud. Su vida.
Por eso les escribo hoy a esos estudiantes. Y quizás lo haga un poco para hablarme a mí misma y a la estudiante que NO fui. Porque yo engroso la famélica fila de aquellos rebeldes sin causa que sobrevivieron y aprendieron todo en la calle; que se educaron por la libre. Pasé directo de la preparatoria a ser cabeza de familia. Una cabeza sin cabeza, pero con agallas y dientes, para después enfrentarme a un mundo que sólo conocía en libros. Y la literatura sí se parece a la vida, pero en la literatura muchos mueren de amor, no destazados por el ser que se ama.
A los estudiantes que veo tomando las calles quiero decirles que nada pasa si pierden tres o seis lecciones de anatomía o de derecho romano.
Nada pasa si dejaron a medias un análisis sobre los metatextos en la obra de Borges o Shakespeare.
Y aplaudo a Alfonso Esparza por el apoyo que les está brindando. El rector está sacando la casta por su comunidad, está siendo congruente y agradecido.
Por último, muchachos de medicina y demás facultades: de nada sirve que sean pulcros custodios de archivos si van a salir de las aulas para condenarse a ser funcionarios amargados o lacayos bien retribuidos del sistema (que no es el mismo, pero es igual) que hoy está permitiendo que los maten.
¡Que vivan (que no mueran) los estudiantes!
*Ilustración: Alejandra Alarcón