martes, noviembre 19 2024

por Alejandra Gómez Macchia

Nuestra noción de justicia siempre va a estar estrechamente ligada a la obtención o la ausencia de aquello que nos complazca, nos siente bien o nos dé placer. Uno no viene a este mundo para estacionarse en la esquina de las tinieblas, aunque también demasiada luz nubla la visión y nos insola.

Si borráramos de la mente ese concepto tan ambiguo (el de la justicia) caeremos en cuenta que lo único que realmente requerimos es la vida misma: su belleza, su crueldad, su nobleza o su depravación.

Sentimos hambre física como sentimos hambre de reconocimiento, y de alguna u otra manera (en determinadas circunstancias) sentiremos, o que llevamos la delantera a los demás o que estamos en desventaja. Pero eso nada tiene que ver con lo justo con lo injusto. Finalmente, cada quién debe construir su propio entarimado para salir a escena y permanecer ilesos ante lo apabullante que puede ser el aplauso y la zalamería, o en su defecto, el abucheo y el escarnio unánime.

La felicidad entonces habita en los procesos, en la creación, y en el sitio en donde nos sintamos, si no amados, sí comprendidos y en paz.

No nacimos para ser custodios de la dignidad ajena. Es más: ¿qué es la dignidad? ¿Una planta que crece con el sol o en la sombra? ¿Necesita mucha agua o un suelo calizo?  

Yo creo que uno de los más grandes errores del ser humano radica en capitular ante la pequeñez, es decir, detener el paso o ceder la plaza frente a algo que fácilmente desaparece si se le confronta, a veces con la cabeza, a veces con las gónadas.  

Nos quejamos un día sí y otro también del proceder de los gobiernos o de la suerte que nos ha tocado en el terreno doméstico y nos parece injusto que el otro decida por mí, pero ¿qué tanto comprometemos en aras de que las cosas cambien? ¿Cómo pretender cuidar de alguien más si somos incapaces de protegernos a nosotros mismos?

Ayer hice un recorrido en bicicleta, y mientras “pedaleaba” y el viento iba dejando detrás de mí la abulia y el descontento, pensaba en lo que acabo de escribir, y todo por una sencilla razón: la bicicleta en la que iba montada tenía un mecanismo eléctrico con el cual uno puede aflojar las piernas y ser impulsado hacia delante sin la necesidad de ejercer fuerza. Sólo basta con ir pendiente de no chocar con el sujeto de adelante y saber oprimir los botones correctos y los frenos.

Es una experiencia que regala muchas metáforas. Una de ella saltó en cuanto me percaté de la mirada curiosa de los demás ciclistas, los así llamados ciclistas convencionales, que van trepados en sus bellos ejemplares japoneses o chinos o alemanes.

En la ciclopista está delimitada la posición o más bien la dirección en la que los usuarios deben ir, así pues, a cada rato te topas con corrillos de hombres y mujeres que van jalando sin parar. Las subidas, obviamente, hacen jadear hasta al más entrenado, sin embargo, el modelito en el que yo iba trepada (casi volando) evita (gracias a su tecnología) que tengas que desgañitarte o bajarte del vehículo a causa de la dificultad que representa ir cuesta arriba.

Era la primera vez en mi vida que no iba sudando como grifo a la hora de rodar.

Es en ese punto cuando observé que los demás me miraban con ojos incrédulos e inquisidores.

¿Es justo que esa tipa no chille ni sude ni sufra ni sienta el rigor de las pendientes mientras nosotros, que buscamos un fin legítimo como es mejorar la condición física con base en el trabajo de los cuádriceps, alcancemos una velocidad pírrica a la hora de pedalear?

No. No es justo, me respondía mentalmente tratando de traducir sus quejas silenciadas por el zumbido de los carros al pasar.

Total, que del punto de partida a la meta, hice un tiempo inconcebible, todo gracias a esa pequeña trampa auspiciada por la energía eléctrica.

Una vez que me vi echada bajo un árbol, fumándome un cigarrillo que en otras circunstancias me hubiera sofocado, se me vino a la cabeza una palabra que abomino, pero que a veces sin querer se acomoda a mi circunstancia: impunidad. Esa palabra que es hermana siamesa de la injusticia.

¿De qué privilegios gozo como para salir un sábado a andar en bici sin las vicisitudes que implica andar en bici?

No se me enredó el pantalón en la cadena. No sentí el fuego en los chamorros. No liberé las toxinas del lechón que me comí el día anterior ni padecí los vodkas que bebí en la semana.

Eso meditaba al mismo tiempo que veía a unos yoguis haciendo chaturangas al pie de la pirámide.

Impunidad. Ironía…

Sin embargo, también pensé que hay que saber recibir con alegría las cosas que nos son concedidas de repente sin acarrear culpas, ya que la culpa también tiene un hermanito bastardo llamado complejo.

Al final, de regreso al punto inicial de la travesía, recordé que en muchísimas ocasiones he tenido logros frente al polvo, y es ahí cuando la palabra justicia adquiere su debida proporción. Después de todo, uno llega a cierto momento de la vida en el que ya no busca el éxtasis de una felicidad permanente (e inalcanzable) sino una porción decorosa de tranquilidad; no la búsqueda estéril del bienestar supremo, sino simplemente rehuir del dolor innecesario.

 

 

 

 

 

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