sábado, noviembre 16 2024

Una de las dicotomías más añejas con las que lidia el ser humano es la concepción del bien y del mal: un concepto judeocristiano que ha servido como método infalible  de dominación y segregación. 

Si queremos que nos vaya bien, debemos ser buenos. Y al que le va mal, es seguramente porque ha sido malo.

Blanco y negro.

En este sistema no existen ni la degradación del color ni los matices: los grises, los pizarras, mucho menos las fosforescencias.

Alguien (muy torpe o muy perverso) nos dijo que en esta vida sólo existen dos bandos: los que practican la bonhomía y los miserables.

Los honestos y los sátrapas.

Los correctos y los degenerados.

Y lo peor es que nos compramos esta historia sin regatear. Hasta los más libertinos caemos a veces en la tentación de calificar a los demás como legos o tontos o mojigatos desde nuestra respectiva posición hedonista, pero, ¿no es acaso el hedonista un moralista de closet?

Los que juegan al poder tienen necesariamente que despojarse de esos complejos, pues su postura debe ir cambiando según la estrategia: algunas veces funciona la diplomacia, algunas el autoritarismo.

El oficio del político radica en saber sacar y esconder la pelota cuando el juego lo requiera. El político, el buen político, domina el arte del disimulo, sobre todo en campaña. Luego, cuando ya ostenta el poder, emerge su verdadera personalidad.

Los políticos se entienden perfectamente entre ellos, puesto que han llegado hasta donde están con métodos, si no iguales, sí muy parecidos; en los que la farsa es la principal materia prima.

*Parafraseando a Monterroso: los políticos, como los enanos, tienen un sexto sentido que los hace reconocerse entre sí. 

Es un lugar común decir: “todos los políticos son iguales”. Así como los hombres lo dicen de las mujeres y las mujeres de los hombres, pero recordemos esta ley: en el terreno del juicio todos nos uniformamos con el mismo traje de jueces impolutos.

Ahora bien: ¿en verdad todos los políticos son iguales?

Pienso que sí, pues están sometidos a patrones que han dado resultados durante siglos. Quieran o no, necesitan meterse de pronto en el mismo corsé.

Así como el hombre es infiel y egoísta por naturaleza, o la mujer es voluble y también infiel por naturaleza. Lo único que nos diferencia los unos a los otros es la forma de operar: en el último de los ejemplos, créanme, las mujeres engañamos mejor, por lo tanto podemos decir que también jugamos diariamente a la política… y de la manera más quirúrgica… y  opaca y sucia.

Vivo en México; por eso hablo siempre de mi manera de percibir el comportamiento de los mexicanos.

Ejerzo una profesión que necesariamente me exige estar atenta al quehacer político, por lo tanto –desde mi experiencia– sólo puedo opinar sobre lo que veo todos los días en este escenario.

No soy una periodista profesional; prefiero decir que soy una voyerista nata.

Me gusta verlo todo de cerca. Prefiero sentarme en la silla al lado de la cama a contemplar con morbo espartano cómo los otros se embisten furiosamente, que revolcarme con los participantes de la orgía y salir llorando de la ceremonia porque uno ya me pegó un ejército de chancros.

Como adicta al voyerismo me embelesa tener de cerca a los personajes que se odian y se aman. Jamás pensé satisfacer ese caro sueño de juventud de poder convivir con aquellos que me seducen y que me aterran a la vez.

Los últimos siete años de mi vida he tratado de perfeccionar mis técnicas de fisgona, pero como soy una mortal de carne y hueso proveniente de una tradición –de la misma tradición de casi todos mis paisanos- que nos obliga a separar el mundo en bandos, es muy complicado ponerse en el centro del circulo. Sólo Giotto, el florentino, pudo lograr tal hazaña.

Los últimos dos días he reflexionado mucho sobre la forma más conveniente de externar una opinión –política– sin caer en lo rastrero, o en su defecto, en lo incendiario. ¿Cómo hacerlo en medio de tantas voces que saturan los temas con tecnicismos y datos duros?

Concluí entonces que mi papel en este medio es narrar con la mayor simplicidad lo que veo. Así, con la mirada del voyeur que de una u otra forma es participe del evento, sin embargo, no se bate a muerte contra los demás cuerpos que se manosean y se vulneran en el campo de batalla.

Ayer publiqué una columna que hablaba un poco de mis acercamientos con Martha Érika Alonso y Rafael Moreno Valle. Con las personas, no con las figuras públicas, pues si lo hubiera hecho de la otra manera –la manera estrictamente periodística– hubiera caído inevitablemente en aquello que abre esta columna: en la necesidad imperiosa de dividir al mundo entre buenos y malos. Sin embargo, a pesar de haber podido transitar por ese texto sin caer en la tentación de mostrar mis filias y mis fobias, hoy por la mañana, desde mi Facebook, sí me puse a despotricar sobre lo que escuché en la conferencia mañanera de AMLO.

Las palabras –oh sí– tienen un peso poderoso y nos definen, nos retratan, y las redes sociales son espacios que nos incitan a la camorra: al pleito arrabalero.

En ese espacio virtual en el que no hay leyes ni restricciones, uno puede colgarse cien laureles (esto se mide por medio del dedo erguido de la aprobación, es decir, los famosos likes) , o bien, uno también se precipita solo y voluntariamente hacia del cadalso.

Muchos aconsejan no hablar de política ni de religión pues es la mejor manera de no engancharse en discusiones que pudieran parecer estériles, sin embargo, creo firmemente que no hay discusión estéril mientras las partes debatientes tengan el mismo nivel intelectual, lo que es complicado, pues, volvemos a lo mismo: el mundo se divide en dos bandos: los buenos y los malos, los imbéciles y los brillantes, los chairos y los gánsters.

En mi caso particular la gente me ha ubicado del lado de los gánsteres y a mí me gusta arremeter contra los chairos porque soy una provocadora nata y los chairos son híper sensibles a la crítica, empezando por el jefe de la tribu.

El deceso de la pareja Moreno Valle- Alonso ha generado un maremágnum de especulaciones. Una muerte así es, y siempre será, caldo de cultivo para todo tipo de teorías conspirativas, hecho al que le podemos añadir un ingrediente esencial: nuestra vocación Sherlockhomiana o Chestertoniana, es decir, nuestra inclinación a ser investigadores amateurs de la que sobrevienen tesis completamente novelescas, y en este tenor lo verdaderamente importante pierde sentido.

Seguimos (y seguiremos) buscando culpables o sacando conclusiones arbitrarias en aras de tener la razón, en lugar de ponernos de acuerdo en algo urgente: la reconciliación como único vehículo que deviene bienestar, pero, ¿cómo lograr esa amnistía si el máximo líder del reino funge como árbitro moral inapelable?

Para AMLO si no estás con él eres protonazi, neofacho, mezquino, corrupto, escoria de la humanidad, chancro en el azur, Torre de Babel, Rosa Mística, Trono de la Sabiduría, Espejo de Justicia, Refugio de los Pecadores, bla, bla, bla, bla…

Así no se puede, señor.

#conpalabrotasno

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