sábado, noviembre 16 2024

Seis cafés (dos expresos y cuatro americanos) le dieron al traste a mis ya de por sí frágiles nervios. La casa estaba volteada de cabeza. Cajas y cajas de zapatos que compré hace años para poder huir de algo sin tenerme que detener por problemas de suela. La cama revuelta. Aunque duermo sola odio ver por las mañanas las cobijas  tendidas y un triangulito triste medio abierto en el que sólo cabemos mis sueños, mi teléfono y yo. Miraba hacia el techo que hay que resanar. Planeaba las fotografías que tengo que tomar para el libro. Pensaba en él, mucho. En mi cómplice, en mi infante terrible. Las piernas me temblaban como si hubiera dado diez vueltas en una calle con pendiente elevada. “No pudiste suplir el café por un té, por agua”, me repetía mientras el corazón se me salía del pecho. Pensé en irme a urgencias. Qué exageración.  Abrí Google y le pregunté: ¿qué hacer en caso de sobredosis de cafeína? Google contestó que tomar agua, mucha, pero la enzima de no se qué del café no se desvanece tan rápido. Creí entonces que era una buena oportunidad para pensar. Para seguir pensando en lo que viene: en el trabajo, la nueva casa. ¿En dónde voy a colocar los sillones de cisne, el piano, la mesa roja que ya no viene al caso? Pero no, la taquicardia no me dejaba pensar claro. Creí que no la libraría, y vaya que la vida me ha dado experiencias demenciales con todo tipo de resacas: morales y físicas. “Esto es peor que estar pedo”, me dije, porque estoy completamente alerta, atenta, sin embargo, no logro concentrarme. Me dolía el estómago, tenía sed, ÉL no contestaba el pinche teléfono. Respiré entonces como se debe, recordando mis lecciones de yoga. Me sentaba, me levantaba, daba vueltas, empacaba más cosas en la caja, encendía la tele, la apagué, tomé el celular, tuitee algo, traje el garrafón a mi cuarto, iba a orinar cada diez minutos. Nada. El temblor me hacía pensar en Nicolas Cage en “Adiós a las Vegas”, y en las piernas bonitas de Elizabeth Shue. Yo siempre quise ser la Elizabeth Shue de alguien. De mi amante ebrio, pensé. Pero no. Ni estaba borracha ni era Elizabeth Shue ni tenía sus piernas fuertes ni su culo maravilloso. Sólo era víctima de una sobredosis de cafeína. ¡Qué estúpida manera de morir! Qué barata y aburrida: no hay visiones ni delirio, sólo taquicardias y molestia.

Al fin contestó y platicamos media hora. Le dije: creo que me voy a morir. Él río entre dientes y me dijo: let me tell you, nadie muere por café. ¿Y por amor?, Pensé. No, contesté sin decir palabra. El que cree que muere por amor muere de otra cosa: de culpa, de desilusión, de abulia. El amor no mata porque muere antes de que uno acepte que lo siente, que lo necesita.

Él me tranquiliza. No sé por qué si es peor de nervioso que yo, pero me calma. Es mi alma gemela, pienso. Luego colgamos y me metí en las sábanas. No sé bien cómo pude conciliar el sueño cuando lo único que podía sentir era mi corazón como un bombo andino. Desperté agitada. El corazón seguía ahí, latiendo un poco menos violento que ayer. Vi el reloj, y la puta madre, ya voy tarde de nuevo. Desayuno a las nueve y son las ocho y no me he bañado. Ayer me lavé el pelo, hoy no toca. ¿Café? ¡Cómo se te ocurre, pendeja!, pienso, si ayer casi mueres de un pasón de café. ¿Y ahora cómo empiezo el día? Sin mi expreso de la mañana no soy un ser humano completo. Soy un alien, un mutante, una cosarrara, menos yo. Ni modo, tomaré jugo verde en el desayuno.

Llegué al lugar con cinco minutos de retraso. Mi interlocutor no estaba en la mesa. El restaurante era bonito, muy moderno, se comía delicioso, pero se desayunaba mejor. Miraba la máquina de café como mira un joven quintito a la puta más puta y más solicita del barrio. Ni se te ocurra, pensé. Me senté y escogí una concha verde.

Mi interlocutor y yo hablamos de política y de elecciones y de estrategias. Es un buen muchacho, pensaba mientras veía cómo se llenaba la mesa de junto. Una mesa grande que en unos instantes se ocupó por quince señoras, todas sobrepasaban los cincuenta y tantos, picando el sesentón. Era el cumpleaños de una de ellas. La señora se parecía a Juddy Dench. Fumaba y tomaba café. Recibía regalos; cajitas verdes, cajitas rojas, bolsas amarillas. Las mujeres, se notaba, habían sido guapas. Algunas muy guapas. Se podía ver en ellas un toque añejo de sensualidad oculta tras el botox y el ácido hialurónico. Todas reían, miraban sus teléfonos, se hacían las selfies con la festejada; con Juddy, que se levantaba a cada rato para recibir abrazos y parabienes.

Del otro lado del restaurante había una mesa con cuatro mujeres jóvenes, dos de ellas llevaban a sus respectivos bebes en carriolas modernas que se mueven solas. Las muchachas, ¿veintitantos, incipientes treinta? No sabían cómo acallar los llantos de sus críos. Ellas no se veían tan cómodas como las señoras del cumpleaños, porque ellas ya no luchaban por meter la panza o por evitar que al mirar para abajo les saliera una papada. O si les preocupaba, sabían que la cosa es así y es irremediable; el bótox se diluye y el ácido se absorbe, y puede que mañana regresen los colguijes y las patas de gallo. Aun así ellas tenían algo que las jóvenes no: certeza. Certeza de que uno no viene a la vida para irse impune; el cuerpo un día da de sí y no hay invento humano que obre el milagro del retroceso. Eran guapas, pero los hombres ya no las miraban como a las otras, a pesar de estar rodeadas de pañaleras y gritos infantiles, y de hablar estupideces. Qué cruel es el tiempo con las mujeres, le dije de pronto al interlocutor, sin que viniera al caso. ¿Por?, preguntó. Míralas, tercié: te apuesto que esas señoras  un día se asomaron al espejo en la mañana y no se reconocieron. Se estiraron con las dos manos la cara tratándose de encontrar y no pudieron. Y mientras se buscaban y se negaban a la realidad, sus maridos estaban en un restaurante como este ligándose a mujeres como las de esa otra mesa: tan patéticas e inseguras y frívolas. Esas que seguramente le gustan a mi hombre… mientras no hablen.

Divagué unos minutos sobre la felicidad del infeliz y la infelicidad del que parece feliz.

Fui al baño a contestar una llamada y me acerqué al espejo: y la vi: todavía la vi. Pero ya no tardará mucho en desaparecer. Estoy en medio de esos dos grupos. Soy un fantasma. Me siento mal pero me siento bien. No quisiera regresar a la tontería de los veintitantos, pero me aterran las certezas de las cincuentonas.

Regresé a la mesa. La taquicardia se había ido. Entonces recaí en el vicio y pedí un café.

Volví a ser un verdadero ser humano.

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