domingo, noviembre 17 2024
Esta noche puedo llorar como un hombre, puedo sentir que por mis mejillas las lágrimas resbalan, porque sí que en la tierra no hay una sola cosa que sea mortal y que no proyecte su sombra. Esta noche me has dicho sin palabras, Abramowicz, que debemos entrar en la muerte como quien entra en una fiesta.
Borges. 
 

Para Juan Huerta Ortega. In memoriam.

Hace 3 años dejó este coso de arena, mar y luna, mi gran amigo Juan Huerta Ortega. Pero las grandes almas nunca se van del todo, una parte de ellas se quedan suspendidas en un plano desconocido desde donde nos hablan y nos observan. Me sucede casi diario: en la última hora del día, un poco antes de cerrar los ojos, platico con mis muertos, y en el sueño esa plática, que es una forma elevada de oración, se ve retroalimentada.

No hay una semana que no recuerde la ironía, las ganas de vivir, la cultura y sabiduría de este hombre que vino a la tierra para entregarse y darse hasta el desgarramiento. Ese fue quizás el gran punto de unión entre Juan y yo: que no conocemos de medias tintas ni de matices pálidos. La vida no se hizo para vivirse tibiamente.

Visionario, padre amoroso incapaz de escatimar amores y regarlos en un espacio muy corto de su vida; pasmo, elegante, poderoso a la hora de argumentar y debatir sin lanzar esputo alguno, cada año, dedico un cartel que plasmo en un papel berrendo a quien no solamente fue empresario taurino, sino un hombre entregado a propios y extraños. Selectivo con sus amores y enamorado hasta los huesos de Celia. Inquieto, y sin embargo enhiesto, Juan fue uno de los mejores charlistas que conocí; igual hablaba de la fiesta brava que de literatura, historia, y la cultura en general. Pedro Toxtli, amigo entrañable del personaje de esta entrega, muy a menudo me llama porque a su mente asisten recuerdos de el ser luminoso que nunca abandonará nuestros pensamientos. La charla en el teléfono se convierte en una tertulia interminable en donde, a raudales, ambos inquirimos aquellas incontables ocurrencias y anécdotas vivas de Juanito.

Traigo a este espacio las bellas palabras de García Lorca, no exactas, sino adaptadas a nuestra circunstancia… estoy seguro que García Lorca soltará una risa socarrona y no habré de tener reproche alguno desde aquél ámbito plagado de personajes de bien que nos asisten o que se presentan con sus figuras prístinas y claras en sueños recurrentes, o en recuerdos que de manera consciente revivimos.

La pasión de Juan por los toros nunca fue superada por el amor a todos sus hijos y a Celia. La virtud de un hombre consiste en saber acomodar sus emociones dentro del cuerpo, como una casa con direferentes habitaciones en las que podemos ser otros siendo nosotros mismos. No hubo un lance, no una estocada o una pulla innecesaria que saliera del cotidiano andar por esta vida de aquél hombre garbo, que afecto a las chulerías –que por cierto le venían bien y lo hacían ser como lo que fue en su vida– García Lorca decía:

¡Que no quiero verla!

Dile a la luna que venga, que no quiero ver la sangre

de Juanito sobre la arena.

¡Que no quiero verla!

La luna de par en par. Caballo de nubes quietas, y la plaza gris del sueño con sauces en las barreras.

¡Que no quiero verla!

Que mi recuerdo se quema. ¡Avisad a los jazmines con su blancura pequeña!

¡Que no quiero verla!

La vaca del viejo mundo pasaba su triste lengua sobre un hocico de sangres derramadas en la arena, y los toros de Guisando, casi muerte y casi piedra, mugieron como dos siglos hartos de pisar la tierra.

Este poema que transcribo a retales del gran bardo andaluz tiene trapo en esta entrega, y los lectores atrás de las tablas lo aplauden, vitorean, exigiendo dos orejas para aquél amigo que en el mundo del toro no puso los pies sobre la arena, y sí lo hizo en su andar de todas las escenas en tardes de sangre, mimbre, barro, amor y fiesta.

Hoy estoy seguro de que pensar la muerte es repensar la vida. Uno sufre la partida del bien amado amigo porque lo que hay más allá se desconoce, sin embargo, la propia fiesta brava está llena de metáforas: el ruedo es nuestro entorno, el torero es el tiempo que, caprichoso, da y quita el aliento; la bestia, paradójicamente es el propio hombre. El público es el cómo: podemos pasar la vida siendo observadores apasionados o simple villamelones. Uno escoge el papel a interpretar. Uno decide darle luz o darle sombra a toda esta ceremonia, mediante la pasión y dejando de ocuparnos en lo único que verdaderamente paraliza: el miedo. Por eso yo converso con Juanito y mis demás muertos: porque la muerte puede devastarnos físicamente, pero nunca saldrá victoriosa frente a la poderosa fuente que nos conduce a la sabiduría: la memoria.

Para fortuna de todos quienes quisimos a Juan Huerta, su lucha con aquél burel de muerte fue una lid de 2 estetas, el uno, esperando calmo y salir por grande puerta, la muerte vestida de toro paliabierto, bravo y fiero, lo había herido de muerte con un pronóstico que finalmente –y de madrugada– lo segó  de la vida al tiempo de inmortalizar el añil de buen hombre que corría por sus venas.

Tres años han pasado, con sus días y sus noches. Con lágrimas de nostalgia y raptos de inagotable alegría al imaginarte entre nosotros. Tres años… pero aquí, Juanito, tienes y tendrás al que siempre te recuerda.

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