viernes, noviembre 22 2024

Por: Claudia Luna

Mary y Rayne son una pareja de buenos amigos. Cada vez que estamos con ellos, me parece que buscan cualquier pretexto para reír y que tienen un saco lleno de historias chuscas para contarle a cualquiera que esté dispuesto a escucharlas. Hace poco pasamos unos días con ellos en su casa de Mallorca en el puerto de Andratx. Según nos explicaron, éste es un pueblo que vive especialmente del turismo y de la construcción, por la gran cantidad de personas de todo Europa que lo escogen para ir a veranear.

En nuestra primera noche en la isla, salimos a cenar a un restaurante local. Como preámbulo, Rayne anunció que íbamos a uno de sus lugares favoritos. Llegamos a una casa recubierta de cantera que parecía haber visto pasar cientos de años. La primera planta funcionaba como restaurante, un lugar acogedor lleno de comensales, mientras que en el segundo piso aún vivía la familia. Nos pasaron a un salón en el fondo recubierto también de piedra y con repisas en todo el rededor en las que almacenaban botellas de vino y copas. 

Todo transcurría de manera bastante normal, como sucede en cualquier restaurante, hasta que apareció Juan Miguel, el dueño del lugar, un muchacho alto, de sonrisa fácil y ademanes como de quien se siente cómodo en su propio cuerpo. Tras saludar de manera afectuosa, prosiguió a describir los platillos especiales. Rayne lo interrumpía a ratos y bromeaba, él invariablemente respondía con una sonrisa y proseguía con la lista.

Me encantó la manera en la que describía los especiales del día. En algún momento me recordó a un padre orgulloso que presume las hazañas de sus hijos. Mientras hablaba, estuve segura de que los había probado todos, lo que es más, que con cada descripción parecía volver a saborearlos. Habló de las bondades del pescado, describió su textura, su color y la reducción de jugos e ingredientes con las que lo elaboran. Detalló las carnes con similar cuidado y gusto. Mientras lo escuchaba, me pareció que al hablar de lo que había para cenar, hablaba de él mismo y de su familia, de lo que le apasiona y ama. Parecía contar sobre su origen y de su orgullo de ser mallorquín.

Cuando llegó la hora de elegir y se enteró de que Carlos y yo somos vegetarianos, ofreció prepararnos una paella de vegetales. Mary me aseguró que la había probado y que era deliciosa, sin embargo, yo no quise aceptar de inmediato porque deseaba escuchar la descripción. Mientras nuestro anfitrión hablaba, me llegó el aroma del caldo de verduras que preparan especialmente para elaborarla, pude también escuchar como crujían los vegetales entre sus dientes y me pareció que Juan Miguel mordía un pimiento mientras nos contaba sobre el platillo. De más está decir que al terminar la explicación estaba convencida de cuál sería mi elección.

Todavía conservo el recuerdo del sabor de esa paella en el paladar. La evoco en mi mente y vuelvo a sentir su olor y a probarla caliente y aromática en mi boca. Tenía un sabor a madurez y a hogar. En definitiva, quien la preparó sabía lo que hacía pero, lo que es más, amaba hacerlo. 

Después de los postres, Juan Miguel nos contó que, cuando le cocina vegetales a su mujer, la trata de convencer de que la textura de la calabaza es más rica y atractiva que la de la carne. Lo imaginé en trance frente al fogón, como los viejos alquimistas que buscaban la receta perfecta. Al ver su sonrisa de dientes parejitos por la que parecía salir el sol, supe que la había encontrado, supe que posee todas las recetas pero que no desistirá en la búsqueda porque, como sucede con los grandes proyectos, el verdadero placer está en el recorrido.

Después de esa noche, cenamos en muchos otros lugares. Ahora entiendo a Rayne, mi restaurante favorito también es Vent de Tramuntana, un lugar con corazón.

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