Confieso que he bebido
por Alejandra Gómez Macchia
Ese es el problema con la bebida, pensé, mientras me servía un trago. Si ocurre algo malo, bebes para olvidarlo; si ocurre algo bueno, bebes para celebrarlo; y si no pasa nada, bebes para que pase algo.
Charles Bukowski
Pobre Augusto Monterroso, ¡ay!
Todo mundo se cree dueño de su dinosaurio y lo han manoseado hasta que el ha querido, en verdad, permanecer extinto.
El que es considerado el cuento más breve del mundo es citado hasta en las plumas y en las bocas más indeseables.
Pues bien; caeré en la tentación y diré: Yo también tengo un dinosaurio. Y ese dinosaurio es al alcohol.
Y cuando desperté, mi copa seguía ahí.
En realidad ha estado siempre.
Supongo que el alcohol me gusta desde que mis padres eran novios, pero mi discapacidad mnemotécnica me impide recordarlo, sin embrago, supongo que en el vientre materno escuchaba ya esos sonidos: el de los hielos cayendo dentro del vaso, el del quemar esos hielos con limón, el clac clac del choque del cristal. Y el sonido más enigmático de todos: el sonido del miedo. El miedo a perderlo. El miedo añejo de mi padre (y del padre de mi padre) de que al despertar, ya no estuviera ahí.
La primera vez que tomé una copa supe que alcohol era mi elemento.
El agua es demasiado dura, demasiado grave. Me cuesta trabajo apurar una dosis completa. El café es un placebo, un gran Tartufo al que es menester creerle sus mentiras.
Mi garganta venía preparada de nacimiento para recibir sin contratiempos el vino. Lo conocí y ha sido el amigo que jamás me ha dejado –no morir– sino vivir sola; y cuando digo sola no me refiero a habitar un espacio sin nadie al lado, más bien es el aliado que evita que me haga preguntas que difícilmente puedo o quiero responder.
De entre todos los vicios que tengo el alcohol es el que más me ha ayudado a soportar mi propia monstruosidad; porque así, intoxicada, mis fantasmas bailan y copulan con los fantasmas de otros; de esos compañeros de batalla que como yo buscan que el placer se vuelva una actividad que se satisfaga a sí misma, como el juego o el sueño.
Estar borracho es vivir siempre medio dormido.
Lo que se dice dentro del trance no son genialidades, pero nos lo parecen en el momento. ¡Cuántas frases que se piensan en la embriaguez se olvidan a la mañana siguiente! Y se vuelven polvo, trivialidades, lugares comunes.
Estar ebrio te convierte en un sabio intermitente. La luz se enciende y se apaga según la fuerza con la que el corazón bombea sangre que se ha casado con el ron o con el éter. Un amante del alcohol despierta pensando que pronto sobrepasará la meta del mediodía, y entonces será menos mal visto pedir la primera cerveza o el primer whisky.
La vida es dura, piensa uno, como para mirarla directamente a los ojos. El alcohol nos permite entonces confrontar al sol en el instante justo que la luna lo ha cubierto y lo ha vestido de negro dejando sólo una corona destellante a su alrededor; y esos prístinos rayos se parecen a nuestra alma, y sólo el borracho entiende que aquel quien lo pretende salvar es por una mera suerte médica de curar el cuerpo, cuando el problema profundo se encuentra en el plano espiritual.
El que bebe es a veces eclipse y bajamar. Pero también perihelio y tsunami.
El alcohol reproduce todo el tiempo los ecos de una soledad voluntaria. El que decide ponerse a beber como “los grandes”, difícilmente ve en ese trabajo el fin ulterior de la muerte.
Quien bebe por oficio intenta ser un profesional en su área.
El gran bebedor se observa a sí mismo en medio de una danza grácil. Quiere ser aquel que cruce sobre un hilo de seda las torres gemelas sin que el zigzagueo amenace con precipitarlo al vacío.
Vivir con una copa en la mano es graduarse en el arte de la seducción: el ebrio coquetea diariamente con las arcadas y con la muerte, y mientras la muerte no le compre el discurso la muy puta se queda ahí, escuchando sus alocuciones febriles en tanto le guiñe el ojo y se sube la falda. Y ninguno da el siguiente paso, pues el borracho sólo ignora los límites en la carrera que lo lleva de la cama al bar, pero a la hora de pretender dar un paso más que lo lleve a sentir de cerca el tibio vaho del diablo humedeciéndole el oído, sale huyendo y se guarece bajo sus sábanas como un trémulo bebé de incubadora.
Pronto se cumple la meta del día: llegar sobrio a la noche para poder así volver a empezar, pero ahora a la inversa: es preciso alejar la luna del sol para dejarlo expuesto y que la oscuridad no nos trague.
Quienes se han drogado saben que las demás sustancias son como las chicas de mente abierta que te entregan toda su pasión desde la primera noche. Te arrastran inmediatamente al clímax, te extraen la leche con fruición y anticipan la salida con el grito, y sus sexos te muerden como perros hambrientos; te montan, te abofetean después de decir “te amo”, se vienen, te dejan perplejo, se visten y se van.
Las otras drogas no se quedan nunca a dormir contigo. Te abandonan en el frío de la madrugada, cuando llega el temblor y el temor de morir sin ellas. No te tapan ni te acarician ni te salvan del ahogo a la hora de roncar.
El gran bebedor es esencialmente un romántico. Un hedonista que constela las tortugas con diamantes.
Es espeleólogo; buscador de tesoros ocultos. Un sedicente alquimista que ensaya con puntualidad la mejor forma de convertir la mierda en oro.
El borracho pelea con el sobrio porque el sobrio no entiende que el borracho deja de pertenecer a este mundo en cuanto el aguardiente pasa libre por la aduana de su boca.
¿Tiene usted un amor borracho? Pues cuídelo: el amante que bebe sabe todo sobre la fidelidad, esa fidelidad que es la que verdaderamente importa.
No hay borracho que se traicione a sí mismo.
De los hombres que pasaron por mi cama, el mejor ha sido aquel que bebe y ha hecho del alcohol una ceremonia. Es salvaje, prolífico, excelente narrador de fantasías que sólo se comprenden –se aceptan– cuando uno se hermana con su ebriedad.
“Tómate tu copa”, dice. Y sonríe como un niño, y luego te empuja para que no lo toque más.
El borracho busca desesperadamente oír entre las burbujas del agua la voz de un Dios que en la sobriedad parece haberlo abandonado. Y a veces se encuentra… al menos yo puedo decir sin tapujos que sólo he visto esbozos de Dios en medio del delirio del mezcal y los brazos poderosos del amante que me exige recibir las bondades del vino con los labios pintados de carmín encendido.
Y los amigos y los padres y los hijos que elevan plegarias pidiendo la salvación de sus “santos ebrios mártires”, no saben que nuestro Dios es un Dios sordo; un Cristito tambaleante que nos protege de él mismo y su crueldad y su misoginia y su falta de sentido común.
Los borrachos somos las únicas criaturas que cantamos en el mismo griego que trinan los pájaros de Virginia Woolf.
El borracho, lejos de lo que se cree, no pierde nunca la ilusión. Vive con la ilusión de recuperarse, de burlar la resaca para así poder seguir bebiendo alegre hasta que la alegría se convierta en llanto, y el llanto en spleen, y el spleen en sueños.
El alcohol se vende en estado líquido, pero tiene el alma gaseosa. Ya lo dijo la poeta: el alcohol es aire. Ese aire que eleva un poco más arriba del ras del suelo al quien lo toma transformándolo en un ente que desafía constantemente a la gravedad. Por lo tanto, sí, el buen bebedor es un perfecto lunático.
Confieso que he bebido. Y que sólo abandono la práctica cuando veo amenazada, no mi vida, no mi cordura ni mi cartera, sino mi belleza.
Avita Gardner, Marlene Dietrich, Liz Taylor, Betty Ford: ¡rueguen por nosotras!
Porque la piel no se transforme en lija.
Para que el rubor no desaparezca de nuestras caras.
Para que el párpado sobre el que recargamos la cabeza en el derrumbe no sea un agujero negro que nos succione a todas.
Marguerite, Zelda Fitzgerald, Elizabeth Bishop, Lucia Berlin:
Que se honren justamente sus debilidades y la crítica diga “salud” en vez de traducirlas a idiomas mundanos y ponerlas en top ten de las preclaras.
La otra vez oí decir a un parroquiano con el que compartía la mesa: “la señora bebe un poco”.
¡Menudo favor me hizo al ningunear mis talentos!
Sólo la falsa concepción de la estética me detiene, pues a la fecha no he roto nada, no he herido a nadie, no he faltado al trabajo…
Y que Rimbaud me perdone, pero tampoco he condenado mi alma ni he sentado a la belleza en mis rodillas, ni me ha sabido amarga*.