jueves, noviembre 21 2024

Por Dorsia Staff

La tenemos acá, muy cerca, exactamente entre Puebla y Cholula. Una pintora en toda la extensión de la palabra: Dalia Monroy.  

Nacida en Huauchinango, Puebla, desde muy pequeña iba dibujando y coloreando su entorno. No hace mucho encontró en unas cajas algunos libros que eran de su padre y vio en ellos figurillas hechas por ella cuando aún no sabía que, en efecto, llevaría sus anhelos al terreno de la realidad. 

Es una de esas casas que se construyeron por ahí de los años noventa. Se nota por el acabado de grueso tirol en las paredes. Para ese momento, la recta a Cholula florecía como un espacio propicio para construir casas grandes. El periférico estaba en pañales. 

Al entrar, te recibe un doberman con sus orejas bien erguidas. El perro custodia lo que uno encontrará más adelante. Los tesoros de Dalia.  

Todo artista, sea pintor, escritor, escultor o bailarín, necesita eso que Virginia Woolf nombró como “una habitación propia”. Claro que, en el caso del pintor, esa habitación requerirá ser un poco más amplia y contar con techos altos y buena iluminación.  

Pasando la aduana del doberman, se ve el estudio de Dalia.  

Carlos Meza Viveros fue quien me llevó por primera vez a conocerla cuando supo que yo era apasionada de la pintura. “A ver, joven, te voy a llevar con la mejor pintora de Puebla”, dijo con su característica voz rasposa. No preguntando, ¡ordenando como acostumbra!  

No tuve dudas de que Monroy sería una grata sorpresa para mí porque en el impresionante despacho de Meza tiene colgados dos de sus cuadros que saltaron inmediatamente a mis ojos de entre las muchas obras de arte de cuelgan de los muros. Me atraparon porque había mucha negritud en ellos. África retumbaba en mis oídos aquella tarde afortunada cuando el abogado me citó en su despacho para tratar un asunto que nada tenía que ver con el derecho y sí mucho con el arte y el placer de vivir.  

Dalia es una mujer que refleja serenidad e inteligencia. Nos hizo pasar a su estudio en donde el aparato de música daba “Strange Fruit” interpretada por Billie Holiday. Yo soy una amante del jazz, y de inmediato me sentí en ambiente. Y esas frutas extrañas no son otra cosa más que los cuerpos de los esclavos negros colgando de los árboles.  

El taller es como todo buen taller de un pintor obsesionado, enamorado de su trabajo: lleno de botes de pintura, pinceles de todos tamaños, durezas y formas, dispuestos en latas. Papeles con bosquejos, telas, maderas y ese olor a óleo y solventes que hacen las delicias del que quiere ponerse a tono con el artista.  

Dalia estaba terminando la selección de obras que montaría el Museo Cuevas.  

Todo ahí tenía que ver con África, con la danza, con cueros de congas, atabaques  y djembés.  

Visiones de Cuba y sus lágrimas negras.  

Formas femeninas trastocadas por cierta influencia de la tercera raíz mexicana. Al fondo, un cuadro gigantesco que de inmediato Carlos escogió y que a mí me pareció un híbrido maravilloso entre la Coatlicue y alguna diosa negra keniana.  

La paleta de Dalia oscila entre la perenne tierra anaranjada y un cielo magenta. Los amarillos tiran más al ocre y los azules son esos azules que, como los de Pellicer, se caen de morados.  

No tardaron en aparecer las cervezas. Los tres encendimos nuestros respectivos cigarros y hablamos entonces de los maestros de la maestra; sus guías o los artistas que admira. Fue inevitable comentar que en especial un cuadro que retrataba a dos mujeres tocando jazz (cuadro que por cierto hoy engalana la pared en donde vive mi piano) tenía un poco, o más bien un mucho del humor de Cuevas. Esos rostros grotescos que miran desde un pálido perfil. Cabezas ovales, casi monstruosas.  

Pasamos revista por el estado actual del movimiento pictórico en Puebla y llegamos a la triste conclusión que, si no está desmayado, por lo menos está muy bien escondido. Hay uno o dos artistas jóvenes que nada tienen que hacer exponiendo en el Barroco. Esa pintura, dije yo, es para adornar casas de políticos esnobs.  

La conexión con Monroy se dio inmediatamente, pero se reforzó cuando ambas coincidimos que Vicente Rojo es un jefe de jefes. Que Avelina Lésper hace bien en echar al caño a esos pequeños artistas “condesa” que creen que defecar en una cubeta de peltre es arte contemporáneo. Que los oaxaqueños son la casta divina desde Tamayo y Rodolfo morales. Que los ácidos de Sergio Hernández son mejores que los LSD Hoffman y que a Alejandro Santiago le faltó tiempo para seguir bebiendo mezcal mientras levantaba del fango a sus imponentes migrantes. Y claro… que Felguerez nunca se vio mejor que colgado en la casa de Meza.  

La política no podía ser un tema que quedara en el guardapolvo de la puerta.  

Dalia Monroy embelleció los muros de Casa Puebla cuando Manuel Bartlett vivía dentro. De ahí viene la amistad entre Dalia y Carlos, quien ha sido uno de sus clientes y promotores más encendidos.  

Mientras el ambiente se iba llenando de humo, la música cambiaba en random: de los clásicos africanos de Putumayo al inconfundible tresillo de Eliades Ochoa.  

Las telas conservan cierto calor que les dota el acrílico cuando sella su trama… sentarse ante veinte o treinta cuadros de más de dos metro o tres metros cuadrados cada uno te vulnera, te hace sentir extrañamente empequeñecido.  

Cada obra es un relato, un pasaje real o imaginario que transita por la mente del autor.  

El artista puede mentirle al hombre, no al pincel. No a la tela ni a la madera.  

“Sonoridad imaginaria y cadenciosa” es una colección estridente y esteparia.  

Dalia Monroy pinta el ritmo, el tono y el timbre de sus emociones y su memoria genética.  

Aquí no hay silencios. No hay blancos.   

Es una conversación entre la autora y sus tótems.  

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