Déjalo sangrar
por Alejandra Gómez Macchia
Hemos perdido la resistencia al dolor, a la pena sabrosa en la que uno se puede regodear gracias a otras calamidades prestadas mediante la música, la contemplación del arte o la comparación (a escala) de nuestra nimiedad contra la grandeza del universo.
Creemos que mientras más nos concentremos o nos ocupemos, nuestra mente llevará a otro puerto esos pensamientos que, en vez de ser desechados, deberían asumirse hasta sus últimas consecuencias con la potencia de una mano invisible que nos deje la cabeza un rato bajo el agua para ver los fondos, las corrientes turbias, las excrecencias y los asientos del alma.
Vivimos en una época en la que abundan los consejeros sentimentales, los cursitos para recuperar el tiempo perdido (¿se puede?), para fortalecer nuestra autoestima, para ser resilientes, en vez que aguantar la vara con estoicidad, pero aguantarla bien: sintiendo el ramalazo sobre nuestros hombros, besando el piso.
¿Cuándo se decretó que los estados melancólicos son nocivos para la salud?
¿Qué visionario new age o jipi chic redactó el manifiesto para no procesar el dolor?
El dolor puede ser hasta sexy, como sexy fue en su momento la tuberculosis que ponía flacas y ojerosas, llena de humores azules a las mujeres que languidecían.
La proximidad a la muerte puede ser lo más erótico… ahí tenemos el orgasmo como prueba.
Los jóvenes evitan el sufrimiento porque un libro de autoayuda o un coach de mindfulness les dijo que es opcional, entonces optan por la evasión de todo aquello que les toque sus fibras sensibles, pero eso sí, a la hora de restirares el cuajo o meterse silicones decide, optan, porque esa clase de sufrimiento es válido, todo en aras de no padecer por la apariencia natural que el creador les dio.
La tristeza, en tanto no se vuelva crónica o un padecimiento mental grave que inhabilita como la depresión, debe vivirse a plenitud.
El dolor es un tránsito necesario que nos empuja a reconstruirnos. Las heridas son huellas que no deben borrarse con cosmética alguna, de otra manera, la memoria nos juega chueco, ella es selectiva y su función es, en el peor de los casos, sabotearnos a placer.
Por eso es importante no caer en la trampa de la realización que se vende a meses sin intereses vía terapias por zoom.
Si la vida no te despeina, si no te da una buena arrastrada, no esperes que un hombre o una mujer lo haga.
Si no dejamos que la vida nos conduzca por parajes misteriosos y oscuros, la luz artificial emergida de las bocas usureras de los guías espirituales o de las jaculatorias the whatsapp, acaba por volvernos, si no completamente ciegos, sí daltónicos o miopes.
Abrazar los fracasos o los yerros es bailar con ellos, acostarnos con ellos, para conocerlos íntimamente y no caer en sus redes.
El corazón que nos vendieron los expertos en la psicología es rojo, pero en realidad es un órgano blanquecino-azulado.
Por eso hay que dejarlo sangrar, y la sangre sólo va y regresa mediante la acción y el movimiento.
Qué sería del mundo sin los bleeding hearts, sin los melancólicos, sin los anhelos malogrados.
Un mundo insoportable, frío, pálido, como la memoria de un comatoso o la conciencia de una beata.