viernes, noviembre 1 2024

a Juan Manuel Mecinas,

por todas las tardes que hemos hablado de Borges y del tiempo.

por Alejandra Gómez Macchia

Borges conoció a María Kodama cuando ella tenía 16 años. ¡Una niña! Sin embrago, esa niña deslumbró al genio porque su conversación no era insulsa. Las disertaciones en las que entraba no giraban en torno de que si el chándal de bolitas era mejor que el de rayas, o que si el pulóver blanco hace parecer más gruesas a las personas. De lo que hablan las niñas de 16…

Aunque María poseía una coquetería involuntaria (que se niega a abandonarla hasta hoy), Borges quedó prendado de ella intelectualmente. Borges, así se sabe, dedicó su vida a la letras, no a andar seduciendo musas so pretexto de que el hedonismo y la liviandad son por excelencia la materia prima de la que echan mano los poetas para levantar una obra digna. Eso es malditismo; es la escuela del malditismo baudeleriano (a veces ramplón, arbitrario y facilista) en el que se escudan hasta la fecha muchos poetas que llegan ebrios a sus lecturas y que suelen encamarse a cuanta ninfa se les cruce en medio.

Borges no. Borges no fue un depravado al liarse con una muchacha de 16 años por una sencilla razón: esa adolescente disertaba sobre el tiempo, la religión y los problemas de occidente como si Nietzsche se hubiera posesionado de su pequeño cuerpo. Kodama tuvo un padre sabio. Un padre Japonés que la educó “a la japonesa”, con esa visión de oriente que poco entendemos de este lado del globo. María Kodama tenía 16 años cuando Borges la miró ya casi desde la sombra total de su ceguera, y la atrajo hacia sí, o él creía que la atraía hacia sí, sin saber que Kodama, desde sus tiernos seis años ya le conocía y le amaba a la distancia, con ese amor que es el único que sigue respirando después del atolondramiento del reconocimiento de los cuerpos: esa forma de amor que no perece aún llevándola al patíbulo del matrimonio: la admiración.

Curiosamente Kodama leyó a los seis años el mismo cuento que hizo que yo, doña equis, se enamorara platónicamente de Borges. Fueron esas primeras frases de “Las Ruinas Circulares” las que a la postre la convertirían más que en su esposa, más bien en su cómplice, en su compañera. “Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”.

¿Qué significarían para una niña de seis años esas palabras? ¿Qué niña de occidente encuentra perlas en los cementerios marinos? Al mismo tiempo me pregunto qué removieron en mí esas mismas palabras. ¿Qué poder infrahumano tenía Borges?

Así empezó la historia de Borges con Kodama: con el sobresalto natural de la madre de ella al ver que su niña se precipitaba no a los brazos, sino al mundo misterioso de un gigante ciego.

Mucho habló Borges sobre tiempo. Nadie como él lo supo traducir ni lo pudo manipular desde el lenguaje tomando como recurso principal, no la ciencia, sino la filosofía. No la frialdad de los números, sino la incandescencia de la poética.

En la inolvidable charla con Octavio Paz y Salvador Elizondo en el Palacio de Minería, Borges termina convertido en una especie de Moby Dick, el leviatán blanco de Groenlandia que se come Ahab teniendo como testigo a Ishmael. Paz fue, por supuesto, Ahab. Un contertulio dignísimo, pero visiblemente asaltado por la envidia oblicua que nace de entre dos amigos que se leen  no sólo en libros.

En una foto previa a ese encuentro, aparece María Kodama junto Borges. Ese mismo Borges que Paulina Lavista retrató en Teotihuacán. Borges y su sombra; una sombra enigmática; la sombra que da el sol a eso de las once de la mañana y que hace parecer pantaruélicos a los hombres.  

Pero no hablaré más de Octavio Paz. Sólo de Borges, o más bien de Kodama.

En una entrevista con motivo del aniversario luctuoso número 30 de Borges, María Kodama desmitifica la figura impenetrable del poeta. Narra anécdotas en torno a su vida en pareja: Borges canturreando siempre en islandés, Borges abrazado de un tigre que, de pie, y con cola, medía más de dos metros y medio, Borges en casa, Borges incitándola a publicar.

Después de la muerte de Borges, María se convirtió en “la gran villana”, según gran parte de la comunidad intelectual argentina. Lo que los porteños no entendieron nunca es que Kodama posee otra visión del mundo, empezando porque vivió con un Titán. Empezando porque nadie más que ellos supieron los acuerdos en los que llevaron una relación única. No de maestro y alumna. Kodama no fue ni la secretaria ni la pupila preclara del mejor hombre letras que vio el siglo pasado.

Un ambiente de celos y rivalidades, pero sobre todo de oportunismo, gira siempre en torno a las viudas. A la viuda, la familia del muerto generalmente la sataniza. A la viuda la embisten esas otras viudas, que no son mujeres, sino los que se sienten herederos de una obra que no construyeron. Los mismos poetas, los amigos y los chacales que practican el proxenetismo editorial.

Kodama ha demandado a varios personajes por querer viajar de polizontes en el tren de Borges.

Nada más ofensivo como creer que un poema tan lacrimógeno como “Instantes” hubiera podido salir de su pluma.

Cuenta María Kodama que hace unos años llegó a Nueva York y un grupo de personas bien organizadas le ofreció un millón de dólares para poder hacer una lectura monumental del citado esperpento en el puente de Brooklyn. Kodama respondió: pues vayan a darle ese millón a la verdadera autora, porque quien haya leído a Borges en serio sabrá que ese poema no lo pudo haber escrito él ni en delirios.

El crimen de Kodama es entonces defender la obra de su hombre. ¡Uff!

Y una de las cosas que más me gusta de esa pareja es que se hablaban siempre de usted (creo que imitaré esa costumbre porque de tú se le habla a todo el mundo: al tablajero, al taxista, al pendejo que te rebasó en un carro).

Odio comprar, pero es necesario…

Apenas, con la muerte de Toledo, vi una entrevista que le hizo Silvia Lemus al oaxaqueño. Lemus fue mujer de Carlos Fuentes: una belleza blonda que, a mi gusto, sólo fue eso: bella… que no es poco y muy respetable.

Ser esposa no es fácil. Ser esposa de un hombre brillante, menos. Ser esposa de un genio puede resultar calamitoso si no se posee sabiduría.

Lidiar con un hombre es una tarea desgastante. Si se lidia…

El éxito, creo, consiste en no sufrirlo, sino todo lo contrario.

Kodama escribe cuentos. ¡Cómo una mujer así no iba a escribir! Y sin embargo, las rispideces más constantes entre Borges y ella fueron porque él le insistía que publicara. Kodama jamás aceptó. ¿Hizo bien? Yo creo que sí. De otra manera corría el riesgo de ser lapidada públicamente por los árbitros morales literarios. Dos BORGES no caben en una misma casa, aunque al oírla hablar uno puede intuir que ella hubiera brillado con su propia luz, a pesar de la sombra de Borges como pasó con Elena Garro o Silvia Plath o Virginia Woolf o con Simone de Beauvoir.  Pero María no quiso, no se arriesgó, y lo más importante: no lo sufrió.

Kodama se describe así misma como una hedonista, es decir, alguien que se mueve por y para el placer. Haber rivalizado con su marido en el mundo literario hubiera sido impedimento para que ella pudiera satisfacer su hedonismo, y Borges seguramente quería a su lado una mujer sabia, pero divertida, coqueta, sensual a su estilo, no un mujer que sellara sus días rodeada de gatos o metiendo la cabeza en una estufa para acabar de una vez por todas con la condena de vivir con su rival.

Los hombres como Borges no necesitan una sumisa a su lado, aunque haya mucho de Geisha en Kodama. Geisha en el sentido del sacrificio de su propio spot a cambio de la admiración de su hombre, pero más que eso: de su propia realización. Kodama, se nota, es una mujer feliz, poderosa.

He de confesarlo: amo a María Kodama.

La amo porque, guardando proporciones, me identifico con ella.

Hace unos días ofrecí una cena en casa. Los invitados llegaron y yo tenía ya todo dispuesto para una velada dionisiaca. Mi casa es un búnker. Por acá pasan personajes que nada tienen que ver los unos con los otros. Personajes antagónicos: del escritor más austero hasta el político poderoso. Me gusta recibir a esa gente porque es como llenar mi manantial de historias. La mesa estaba puesta. Pude haber contratado a alguien que se encargara de servir los tragos y llevar caliente la comida, sin embargo, hay algo que no es la escritura que también me satisface: ser anfitriona. Me gusta llevar mis fantasías literarias a la realidad. Me gusta ponerme en el papel de Mrs. Dalloway (Virginia Woolf) e ir yo misma por las flores. Y a la hora de la conversación encendida entre hombres y mujeres poderosos, escuchar atenta en vez de esgrimir con torpeza.   

La mesa es un lugar parecido a la cama: es un rectángulo donde se baten los cuerpos en aras del poder. El sexo es puro poder: poder y celos.

Llevar el hilo de una conversación, también: poder y celos.  

Y sin embargo, cuando eso sucede, yo callo. Sobre todo si mi hombre está a la derecha. Y no por sumisión, sino porque dos Borges no caben en la misma casa.

Esa noche, uno de los contertulios me observó atentamente. Al final, o casi al final, sacó una daga y dijo: “jamás pensé verte a ese grado de sumisión. No escuché tu voz durante toda la cena. Serviste todo, le llenabas de hielo el vaso a tu señor y  te dedicaste a levantar los cadáveres de la mesa. Tú, que a solas hablas tanto, que frente a tu hoja en blanco eres implacable. Eres una geisha”.

La provocación fue directa, pero no permeó en mi ánimo.

Callar. Si algo he aprendido bien en tantos años de yerros eso ha sido que, cuando quieras exhibir a alguien, no necesitas picarle la cresta. Esa noche permanecí en silencio por una razón: para que la otra persona se descubriera sola. Acabó haciéndolo y no necesité defenderme ante la embestida. Sabía perfectamente quién lanzaría el dardo. Y su veneno no me hirió. Y la persona acabó haciéndose el harakiri frente al público morboso.

Si eso es ser Geisha, creo que voy por buen camino.

Estoy enamorada de María Kodama porque engañó a todo mundo colocándose en un punto ciego.

El amor de Borges por ella es el más alto grado de amor que puede sentir un hombre hacia una mujer: la admiración intelectual.

Kodama tenía 16 cuando atrapó a Borges. Y lo atrapó no como una Lolita frenética que ofrece la frescura de un fruto hipnótico y prohibido. Kodama es la reencarnación de  Aracné, la tejedora que puso en jaque a Atenea por la perfección en su labor. Atenea es el mundillo literario.

Con sus artes de prestidigitación con los hilos, la mortal Kodama venció a aquellos que se sienten Dioses.

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