Por: Claudia Luna
En los últimos años hemos desarrollado la capacidad de transportarnos. Desaparecemos del lugar en el que estamos y aparecemos en otro diferente. Es una habilidad que define a nuestra sociedad actual. Dejó de ser un sueño fantástico para convertirse en una realidad. Viejos y jóvenes la practican por igual, pobres y ricos, letrados e ignorantes, no hay requisitos ni barreras. Todos saltan y desaparecen de la realidad para caer en un mundo imaginario e ideal.
El teléfono celular es la herramienta ideal para transportarse. Su uso se ha generalizado, pareciera ser una extensión de la persona que lo porta y no un accesorio. Todos quisiéramos despegar y partir. Se pueden visitar lugares paradisiacos y conocer personas. Con un par de clics es viable echar un vistazo en la vida de otros y conocer su estilo de vida. También podemos abrir la puerta de nuestro mundo a desconocidos. Todos estamos deseosos de partir. Pocos se dan cuenta de que no hay puerto de llegada, pues mirar a través de una pantalla es sólo eso, no nos lleva a ningún lugar.
Mediante los celulares se logra un acceso inmediato a las redes sociales, que se han convertido en la entrada al gran circo para las masas. Ahí todo el mundo parece jugar un rol y estar disfrazado de algo. Es posible encontrar mujeres que parecen saludar desde vitrinas, algunas con caras y cuerpos perfectos, otras parecen cultas, simpáticas, carismáticas o guerreras, hasta las hay piadosas. Lo mismo sucede con los hombres, los hay exitosos, deportistas, interesantes. Todos ellos exhiben un estilo de vida maquillado, sin reparo de los ojos que los contemplarán. Todos se muestran como productos perfectos. Todos participamos de la gran farsa en la que se han convertido las redes sociales.
Es común encontrar personas reunidas en fiestas y celebraciones que prefieren mirar y teclear en su teléfono a comunicarse con los que tienen a su alrededor. También es usual que un simple bip-bip del celular nos haga saltar como si se tratase de una alarma de emergencia.
Lo que es más, no nos conformamos con practicar el arte de desaparecer, preparamos a nuestros descendientes para viajar con la misma facilidad que lo hacemos nosotros. Es habitual ver a los niños con iPads o celulares y con la expresión ausente, como si en realidad estuviesen en otro lugar. Estos aparatos se han convertido en las niñeras perfectas. Resulta fácil imaginar que nuestros niños, al crecer, serán aún más aptos para desvanecerse que nosotros, sus maestros.
Hace unos días me acordé del juego de “gallo, gallina” que practicaba cuando era niña. Entonces, me paraba a cierta distancia de un amigo. El juego consistía en poner un pie delante del otro, bien pegadito hasta alcanzar al compañero. Nos turnábamos, un pasito él y otro yo. Este juego hace años está en desuso. En la actualidad, nadie se interesa en cómo dar un paso. Sin embargo, el ejercicio de poner toda la atención en nuestros pies y en nuestro soporte, la tierra, nos trae de inmediato al presente, al mágico ahora. Al tiempo más caro y especial que hay. El que se esfuma continuamente pero que existe de igual manera y al que pocos, poquísimos parecen querer acceder.
Se ha vuelto habitual ver multitudes que viajan a espacios irreales. Sólo unas cuantas personas, las privilegiadas, viven en el ahora, se percatan de cómo al respirar el aire entra en su cuerpo, llena sus pulmones y expande su estómago. O de cómo el viento sopla y les alborota el cabello. Estar en el presente se ha convertido en un lugar exclusivo y lejano. Pareciera que la mayoría perdimos la llave para entrar o que olvidamos el camino.