domingo, diciembre 22 2024

Tala/ Alejandra Gómez Macchia

A Doña Rosy Luna, por su paciencia y amor, en su cumpleaños. Porque a veces para ganar hay que hacerle creer al otro que uno pierde.

«El arte de perder se domina fácilmente;

tantas cosas parecen decididas a extraviarse

que su pérdida no es ningún desastre.

Pierde algo cada día. Acepta la angustia
de las llaves perdidas, de las horas derrochadas en vano.
El arte de perder se domina fácilmente.

Después entrénate en perder más lejos, en perder más rápido:
lugares y nombres, los sitios a los que pensabas viajar.
Ninguna de esas pérdidas ocasionará el desastre».

Elizabeth Bishop

I. El arte de perder a mamá

Desde que tuve conciencia de que estaba viva y que era niña y que me llamaba Alejandra he tenido que cargar con la maldición de ser una niña –viva– que se llama Alejandra y que pierde las cosas.

Puedo tener un taco en la mano y al segundo lo pierdo, y no lo hallo sino hasta que algo me empieza a oler más podrido que Dinamarca.

Lo más terrible que perdí un día fue a mi madre; tenía seis o siete años y por irme detrás de un teporocho en el parque de Tehuacán, simplemente dejé de verla y fue traumático.

Recuerdo que de pronto me encontré sumergida entre los laureles de la plaza y juré que mi destino se encaminaba a ser la hija adoptiva del teporochito al que perseguía por curiosidad.

Me vi pidiendo limosna para luego llevársela al dipsómano que seguramente me maltrataría.

Nunca regresaría a la escuela ni volvería a encontrarme con los amigos.

Cómo sufrí esos instantes, que fueron apenas unos cuantos minutos.

Pero tengo que decir algo: mi madre no me encontró ni yo encontré a madre; fue el propio borrachito quien me llevó hacia ella. Se acercó y dijo: eres la hija del Negro Gómez. Yo casi me meaba del miedo, sin embargo, así medio meada, asentí.

Ese día supe que mi papá era amigo del teporocho porque el teporocho no fue siempre un paria; alguna vez tuvo familia, pero la perdió, como yo había perdido a mamá.

Después de ese escalofriante episodio, crucé hacia el extremo: me metía con mi madre hasta al baño. No la dejaba ni dormida.

Cuando me despertaba agitada por las noches, tomaba mi almohada e iba a acostarme al suelo junto a ella. También me perdí casi todas las fiestas infantiles a las que me invitaban porque mi mamá tenía que irse, cosa que yo no toleraba.

De aquella funesta experiencia aprendí algo que no sé si es bueno o malo: a partir de ese pasaje le perdí el miedo a los borrachos, tanto así que a la postre me volví uno de ellos.

II. El Arte en Alvarado

Mi familia proviene de Veracruz, así que en casa siempre se ha dominado a la perfección la jerga alvaradeña.

Picardías, les dice mi abuela.

Crecí oyendo un repertorio rico en maldiciones que van de lo sublime a lo ridículo, pero mi madre –que era fifí– me regañaba cada vez que las repetía, sin embargo, como soy excelente alumna, las aprendí rápidamente, aunque no las decía más que en casos urgentes.

No fue si no hasta la adolescencia cuando me animé a echar mano de ese valioso acervo. Pronto me volví la carretonera más grande del tercer año, y yo suponía que me salían tan naturales que no me escuchaba vulgar.

Mi voz no es suave, es más bien áspera. Por lo tanto el “vete a la verga” me fluye de fantástico por el cogote.

Obviamente sé en dónde sí y en dónde no.

Sí, en la cantina.

No, frente a una autoridad.

Sí, en la cama.

No, en la mesa del general.

III.  El arte de morir chupando

Admiro profundamente a la gente que sabe recitar poesía.

Me causa envidia ver cómo esa gente acapara la atención en las mesas.

A mí me encantaría hacerlo.

Poder citar las frases que me gustan o que me han impactado.

Usarlas como el filo de una daga que no corta, sólo hiere.

No puedo.

Por más que las repita o las transcriba, las palabras se me borran de la mente como si les pasaran una goma gigantesca encima.

Tengo memoria de teflón, y aunque las frases se me asomen por la punta de la lengua, no saltan las muy putas.

No padroteo bien mis lecturas.

Es más; parece que ni leo lo que tanto presumo.

Quizás me falte comer ginseng o alguna raíz exótica que me active las neuronas.

Crecí entre recitales de los más extraños personajes de mi familia: decían poemas de Juan de Dios Peza y Díaz Mirón.

El tío Beto, un cabrón al que le decíamos “Zapatote” porque usaba un zapato para poliomielíticos (oh qué crueles éramos), murió recitando a Amado Nervo durante la comida pre-navideña del año 2006.

Mi familia –aparte de hablar un perfecto alvaradeño– es adicta a empujar a los demás hacia el ridículo. O al menos eso pensaba yo cuando mi padre me obligaba a preparar una coreografía para los cien años de mi bisabuela.

No. Me estoy equivocando; no es dada a precipitar hacia el ridículo a los demás: se avienta con ellos porque cada quien saca sus mejores artes (es solidaria en la desgracia).  Una cuestión de egos revueltos.

La familia de mi padre está dividida como los Montescos y los Capuletos, sólo nos falta un Shakespeare que documente nuestros dramas y nuestras comedias.

La escena de la muerte de Zapatote fue memorable: comenzó por apurar su copa, se aclaró la garganta y…

“Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida,

porque nunca me diste ni esperanza fallida,

ni trabajos injustos, ni pena inmerecida”.

Mientras, los demás parroquianos bebíamos como cosacos.

Una prima le puteaba a un tío en la cocina.

Mi padre peleaba al teléfono con mamá.

La festejada se cabeceaba…

Pero el tío estaba sumergido en un arrobo místico.

Cuando terminó, subió un poco el tono de la voz (una voz radiofónica):

“Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.

¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!”.

Aplausos de la concurrencia.

Choque de copas.

Porras a la festejada.

Eructos, risas, chirrido de puertas, gemidos en la sala principal.

Ya nadie pelaba al tío, cuando de pronto, un minuto después de cerrar su participación en la hora del aficionado, se colapsó sobre su plato.

Caput.

Zapatote había estirado al fin ,y por primera vez, la pata.

¡Qué ironía, esa, la de la muerte en plena bacanal !

IV. El arte de morderse un huevo

Lo más complicado es intentar morder algo que no tienes.

Como mujer puedes morder un chicle, morderte las uñas, morder el filtro de un cigarro, morderte la manga del suéter, morder –en el mejor de los casos– la almohada… pero, ¿cómo le hace una para morderse un huevo?

Las feministas dirán “muérdete una chichi”, sin embargo,  la chichi no tiene la textura del huevo.

La chichi es más grande que el huevo. Y algunas carecen de sensibilidad en la chichi, así que es preferible morderse los labios o el interior del cachete.

O apretar los dedos de los pies dentro del zapato.

O contraer el ojo del culo.

Todo esto con la finalidad de no cometer una imprudencia, una estupidez que nos cueste las lágrimas.

Pero el hombre sí que se lo muerde, aunque no literalmente.

No se alcanzan.

Igual y sólo ciertos yoguis muy avanzados, pero esos yoguis tienen otras técnicas para no arrebatarse: respiran, hacen mudras y se paran de cabeza.

No se muerden un huevo.

¡Qué dolor!

La expresión, me queda claro, aparece como analogía: si algo te carcome por dentro, profiérete un dolor más grave para que esa angustia cese; y qué dolor más grande para el varón que un magullón testicular.

¡Muérdete un huevo, mi cabrón!, le decía el tío Miguel Ángel a su chofer cuando temblaba de miedo al transportar en el asiento del copiloto el cadáver fresco del buen “Pulidito”: un señor que ayudaba al tío y que clavó el pico en Ocosingo mientras talaban árboles de contrabando.

“Ya lo sabes, ¿no?, pues ahora muérdete un huevo y espera el momento oportuno”, le aconsejaba  mi padre a un primo que acababa de cachar a su esposa en la maroma. “Muérdetelo, y deja que la mancornadora se delate sola, verás qué dulce es la venganza cuando se bebe fría”, insistía, cruel.

Y claro que se lo muerden.

Por encima de su henchido orgullo se lo muerden a pesar de que el dolor los ponga tan azules que se caen de morados.

Pero las damas, caray, ¿qué pueden morder cuando algo les atribula?

Nada que morder.

Un Dios perverso dispuso que los ovarios fueran dentro del vientre, y están muy separados entre sí.

Dos nísperos flotantes que no se besan ni por error.

Necesitaríamos ser criaturas bicéfalas para realizar con éxito tal empresa.

Y aun así, sin tenerlo, una ser muerde el huevo para no caer en la provocación de quien sí los tiene.

Nuestro huevo es un huevo utópico e ideal: duro como fósil, salado como el mar.

V. El arte de perder (parodia-homenaje a la Bishop)

El arte de morderse un huevo se domina fácilmente;
tantas cosas parecen decididas a extraviarse
que morderlas no es ningún desastre.

Muerde un huevo cada día. Acepta la angustia
de las llamadas perdidas, de las palomitas azules vistas en vano.
El arte de morderse un huevo se domina fácilmente.

Después entrénate en morder más lejos, en morder más rápido:
lugares y nombres, el mapa de los sitios a los que pensabas viajar.
Ninguna de esas mordeduras ocasionarán el desastre.

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