miércoles, noviembre 13 2024

Tala / Alejandra Gómez Macchia

A Carlos Meza Viveros, a manera de colofón de su puntual texto «Desamor, única causal del divorcio».

En estos tiempos, los jóvenes utilizan sin ton ni son la palabra “literal”.

La escucho a diario, sobre todo cuando las amigas de mi hija adolescente llegan a la casa y se encierran en su habitación: “Güey, literal mataste a fulanito”. “Literal, ma, fui al Oxxo y me compré diez kilos de chatarra”.

Disparates por el estilo.

Las chicas de entre 15 y 20 años dicen “literal” para todo; cosa que yo abomino, pero trato de tomarlo como un padecimiento que –espero– sanará en cuanto abandonen esa dura etapa en la que los hombres y las mujeres no han alcanzado la madurez necesaria para vislumbrar que hay vida más allá de las guerras hormonales.

Así que más me vale no tomarme tan a pecho este tema, pues seguramente en mis tiempos de pubescente repetía a mansalva alguna palabra de moda (no logro recordarla, pero sé que lo hice), por una suerte de imitación para poder formar parte de la tribu. Aunque sinceramente creo que esta generación está plagada de vicios lingüísticos terribles.

Las palabras, es verdad, van adquiriendo otro significado conforme pasan los años, lo que forma parte del así llamado “espíritu del tiempo”.

Escribiendo esto me viene a la mente esa maravillosa novela de Gustavo Sainz titulada “La princesa del Palacio de Hierro”, en donde el autor hace magia mostrando la vida anodina de una empleada de almacén cuyo lenguaje se reduce a unas 150 palabras (o menos), y eso que la novela tiene ya algunos (muchos) ayeres…

Al pensar en esta novela, imagino lo que sería hacer un remake de ella: ¿cuántas palabras conocen y utilizan nuestros hijos?

¿Cómo es, ya no una llamada telefónica (obsoleta) sino un chat entre millennials?

¿Qué se dicen los pretendientes en una conversación de mensajería instantánea?

Lo sé y me horroriza, y eso que soy partidaria de la economía verbal porque creo firmemente que mientras menos paja haya en una conversación, y en tanto echemos menos mano de la retórica, las ideas llegan a mejor puerto, ante todo en el contexto de un país NO lector como el nuestro.

Sin embargo, que quede claro algo: jamás se confunda la economía verbal con pobreza verbal.

La primera es necesaria y se agradece, la segunda es francamente deprimente.

Retomando el uso de la palabra “literal”, me gustaría reflexionar sobre lo que significa (literalmente) el desprecio.

Todo esto  viene a cuento por un magnífico texto que acabo de leer y que sintetiza a la perfección una idea que desde años trataba de despejar sin mucho éxito: la causas reales de las separaciones, o más específicamente, de los divorcios.

Dicho texto –que llega a mis manos cuatro años después de haber sido publicado en  Milenio Puebla– fue escrito por el brillante y polémico jurista Carlos Meza Viveros, a quien alguna vez planee buscar precisamente para que me guiara –como un Virgilio atento y protector– en el traumático proceso dantesco que sobreviene cuando decides romper lazos –no sólo legales, sino amorosos– con la persona que años atrás incorporaste a tu vida como compañero.

El encuentro con el abogado nunca sucedió porque simplemente la vida pasó sin darme cuenta y fui postergándolo hasta que el plan se pulverizó, sin embargo, hoy que encuentro este artículo me queda claro que, de haberse concretado mi búsqueda, Meza me hubiera podido dar luces no sólo en temas jurídicos (sin duda habría ganado el asunto sin contratiempos), sino que también me hubiera ayudado a desentrañar la causa original –y única– por la que una persona llega al punto de romper todos los lazos que la unen con el otro.

Para poder concluir mi reflexión es necesario citar un fragmento de dicho texto:

…Mis jóvenes lectores podrán abrevar los conceptos que los ministros de la Corte llevaron a cabo sobre el particular respecto de lo que no abundaré más, en atención a lo prolijo del tema, empero, quiero resaltar que cuando un matrimonio decide dar por terminada su vida en común, en cualquier caso, la verdadera razón es el desamor, pues si este existiera no habría motivo alguno para desvincularse física y emocionalmente, por el contrario, es el amor la esencia verdadera de que una relación conyugal se prolongue hasta que la muerte los separe, nunca mejor dicho. A mi mente viene el título del poema de Amado Nervo: «Si tú me dices ven lo dejo todo» o aquel de Fray Jerónimo Verduzco: «Si yo te amara amor, yo no sería el yo de mi egoísmo, y enamorado de tu amor, sin sombras y sin límites yo sería tú sin dejar de ser yo, porque tu amor y el mío no serían dos amores, dos ansias, dos incendios, dos unos divididos sino un amor oceánico, eterno, insondable, mayúsculo, desgarrado y magnífico, si yo te amara amor, ¡que amor el amor mío!…» Queda entonces claro, que la verdadera causa para que un vínculo matrimonial se disuelva no es, ni la sevicia, ni los malos tratos, ni el alcoholismo crónico, ni el sufrir una enfermedad incurable, ni haber sido condenado por sentencia firme en un delito grave, ni cualquier otra que pudieran ustedes imaginar. El llamado divorcio voluntario y el administrativo, se produce no por el hecho de que la pareja haya decidido «de común acuerdo» dar por terminada aquella relación nacida, en la mayoría de los casos del amor (no tocaré los matrimonios por conveniencia o convenidos previamente entre los padres de los contrayentes, que los hay)”.

Antes de leer estas líneas dediqué muchas horas y varias páginas redactando disertaciones vagas y draconianas sobre lo que significa el amor y el desamor (justamente ayer me di vuelo analizando una canción que habla al respecto), sin embargo, siempre caía en los porosos abismos del eufemismo. O más bien evadía, daba un rodeo y nunca llegaba, al punto neurálgico del tema en sí.

¿Qué le pasó a Ana Karenina? ¿Por qué de un día para otro decide separarse del prohombre Karenin?

Tolstoi, el mayor genio de las letras, desvela en una sola frase el gran enigma de la pérdida del amor: «Y entonces Ana notó por primera vez que Karenin tenía las orejas demasiado grandes».

Por imágenes como esta, cada vez que hablaba de separaciones sentaba sobre mis rodillas el concepto “desprecio” en vez de “desamor”.

Ahora sí, retomando el vuelo en el asunto de la literalidad, buscaré en el diccionario cuál es la diferencia entre desprecio y desamor, no sin antes abundar y/o justificar las razones (aparentes) por las que manoseaba el vocablo “desprecio” en vez de la palabra “desamor”.

La causa principal por la que me refería al “desprecio” es una sola: su significado es mucho más frío, menos incendiario.

La RAE dice…

Desprecio:

Desestimación, falta de aprecio. Desaire, desdén. ~ del ofendido. Circunstancia que puede ser agravante, motivada por la dignidad, edad o sexo de la víctima.

Desamor:

1. m. Falta de amor o amistad.

2. m. Falta del sentimiento y afecto que inspiran por lo general ciertas cosas.

3. m. Enemistad, aborrecimiento.

Despejada la duda, sólo me queda agregar que las personas que desestiman la literalidad del concepto lo hacen casi siempre como un método infalible de defensa, ya que al decir: “Me divorcié porque me despreciaba” se monta un escenario en el que existe necesariamente una víctima y un victimario, lo que suele ser un recurso por demás conveniente a la hora de que los “malquerientes” descarrilan su unión.

Confieso que, en efecto, durante años (en columnas y charlas interminables) me rendí a la tentación de suplir la palabra “Desamor” por la palabra “Desprecio”. Pero hoy, al terminar de leer el artículo de Carlos, creo haber hallado (al fin) la causa de esta tergiversación lingüística que recae directamente en el terreno de la ausencia de ciertos ideales románticos por los cuales uno se casa: porque el que renuncia al aprecio (y desprecia) pierde menos que el que extravía el amor, lo que es, según Pellicer, la abdicación a un reino.

Y porque el que ama, y deja de amar, es sin duda un ser mucho más desafortunado que el que simplemente deja de apreciar.

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