El fin justifica las medias (en defensa de Plácido Domingo)
por Alejandra Gómez Macchia
Sí, sí. Ya sabemos que “no es no”, que una puede estar, incluso con las bragas en las rodillas tras haber pasado minutos, horas e incluso tardes en medio de la cachondería con un hombre, y aun así, teniendo las bragas en las rodillas, podemos recular y pedir que el hombre se detenga. Y si no lo hace, en efecto, estamos hablando de abuso.
Todo eso no se pone a discusión. Ni aunque el tipo sea tu marido. Ni aunque el tipo sea el novio con el cual acostumbramos tener prácticas de sexo salvaje. No es no. ¿De acuerdo?
Sin embargo, el debate se pervierte cuando se indaga un poco más allá. Cuando la víctima que antepuso un “gran no no” como dicen los gringos, y acaba por decir: bueno sí. Y luego se arrepiente.
Un joven arribista terminó con la carrera de Kevin Spacey de la noche a la mañana. El que era en su momento considerado como el mejor actor de su generación, simplemente tuvo que hundirse en su vergüenza y desaparecer. Pero antes de hacerlo, los demonios de la duda lo asaltaron y salió a cuadro, más bien a redes, a ofrecer disculpas, a pesar de que él seguía negando que lo del chico había sido un infundio.
El muchacho, recordemos, era un aspirante a actor que seguía a Spacey, y cuando Spacey lo volteó a ver, este no se apeó; continuó visitando a su ídolo, en su departamento. Lo admiraba, lo seguía, y en cierto grado supongo que hasta lo deseaba. Tal vez no de la forma en la que Spacey llegaría a desearlo, más bien pudo haber sido un encantamiento platónico, profesional. Pero el que admira, desea. Eso es innegable. Y de ese deseo surge también una buena dosis de ambición. Siempre. El chico quizás no quería que Kevin lo pusiera de rodillas; pero estoy segura que sí tenía en mente otra cosa: poder.
Al final, el #Metoo acabó con la carrera de “Francis Underwood”, es decir, de Spacey, tanto así que su nombre no se volvió a escuchar y sus películas principales fueron paulatinamente puestas en la congeladora del Netflix. La última temporada de House of cards fue un asco sin él. Pero, ¿quién podría arriesgarse a contratar a un depredador? Imposible. El buen nombre de los buenos hombres de Hollywood impide que aberraciones de tal naturaleza sucedan. Lo mismo pasó con Woody Allen, lo mismo con Polanski (en Estados Unidos).
Recuerdo un artículo muy interesante que se publicó durante la ebullición del #metoo. Se titulaba: ¿cómo lidiar con el arte de hombres monstruosos? En ese texto se ponía a discusión si es posible separar al “aberrado” de su arte, de esas creaciones que lo han puesto en el parnaso del cine o de la literatura o de la música.
Yo creo que deberíamos poder separar al hombre de su creación, o mejor dicho, buscar en sus trabajos el origen, las pistas y las causas de sus trastornos.
Pero eso creo yo, que soy una doñanadie.
Es más: cuando sucedió lo del escándalo de Dylan, la hija de Allen y Mía Farrow, más me obsesioné en ver las películas del newyorkino de lentes de pasta. Y en todas esas películas, en cada frase, en cada pretensión intelectual que siempre saca, se asoma de repente no el “monstruo”, sino el atribulado. Que ni es lo mismo ni es igual…
En el caso particular de Allen he pensado que: es un artista acomplejado, pero nunca lo ocultó, al contrario, sublimó sus complejos obteniendo como resultado ser el objeto del deseo de mujeres bellísimas las cuales él jamás hubiera podido aspirar a tener de no haber desarrollado sus talentos.
El final de Allen, lo sabemos todos: se juntó con su hijastra vietnamita (lo que al mundo le pareció una degeneración), fue señalado por Mía Farrow como sociópata (cuando la Farrow siempre me pareció a mí una loca cuya facha y pasividad la eximieron de un juicio) y por último, su carrera, la de Allen, fue en decrescendo porque simplemente su discurso envejeció antes que él y comenzó a repetirse a sí mismo hasta la caricaturización.
¿Y qué pasó con sus películas?
También fueron descatalogadas de Netflix, ese monstruo que se comió rápidamente a la revisión tradicional.
En ambos casos (Spacey y Allen) no se pudo separar su vida pública de la privada.
¿Y sus víctimas?
Extrañamente callaron. No se supo más de ellas. Sólo llegaron, devastaron y su indignación cesó.
Hoy tocó turno a Plácido Domingo.
Nueve mujeres lo acusan de haberlas acosado hace algunos años, cuando el tenor estaba en los cuernos de la luna y era dueño de esa potencia sexual que tienen los hombres entre los cincuenta y los sesenta años.
Las mujeres que lo acusan (la mayoría desde el anonimato) señalan que fue “imposible decirle que no”. Narran de manera inconexa el hostigamiento. Cuentan a los reporteros que ellas sienten que de no haber accedido al asedio de Plácido Domingo, jamás hubieran podido despegar en sus carreras. Luego, lloran.
Una de ellas añadió una frase reveladora al caso: ¿cómo decirle que no a Dios?
Narra que tras los constantes coqueteos del tenor, fue varias veces a su apartamento y pues… acabó por rendirse. Se acostó con él. No una vez. Ojo: una vez es ultraje, dos… yo diría que es gusto disfrazado de permisividad.
Pero eso digo yo, que he sido constantemente señalada por las feminazis como una alcahueta del hetero-patriarcado, cuando simplemente trato de ser sincera y objetiva por una razón: porque he visto muy de cerca las dinámicas del poder y el sexo.
Durante años he sido testigo de este intercambio: escritoras que acceden a acostarse con el editor por una publicación (y luego salen con su dedo flamígero a denunciarlos en Twitter). Jóvenes políticas panistas acostándose con sus jefes (senadores o presidentes municipales) para obtener una diputación. No tan jóvenes mujeres priistas que intercambiaban horas-motel a cambio de una secretaría o una regiduría o una dirección en el gobierno o también una diputación.
Las conozco y sé su nombres y hasta puedo decir que me llevo con ellas. ¿Y saben qué? Lejos de lo que parezca, no las juzgo. En absoluto, pues el sexo es una de esas pocas maneras con las que las mujeres legendariamente oprimidas y ninguneadas, han logrado obtener posiciones de poder en esta sociedad.
El intercambio podría parecer desafortunado y ventajoso frente a aquellas que NO se animan a recurrir a este tipo de prácticas (que viéndolo fríamente, en un universo utópico libre de complejos) podría ser considerada una transacción hasta justa, sólo en el caso en el que acostarse con quien ostenta el poder sea el medio y no el fin. Si es el fin, esto se traduce en algo simple: inteligencia y capacidad nula. Pero si el trámite del acostón es sólo eso: un trámite, y la mujer posteriormente demuestra que era capaz de sobresalir por medio de sus capacidades intelectuales o artísticas, es ahí donde, parafraseando a Maquiavelo: el fin justifica las medias.
Planteemos una pregunta básica: ¿qué está más al alcance de todos, el sexo o el poder?
El sexo.
Todos y todas podemos, en determinado momento usar esa arma infalible. Lo que no sucede con el poder.
El poder es cosa de unos cuantos. Es un bien (o un mal) vedado para las masas.
¿Y quienes tan sido históricamente los dueños del poder? Los hombres. ¿Y del sexo? Las mujeres.
Como quien dice, las plazas del poder son limitadas, mientras que la plaza del sexo es un manantial que mana generoso en todas partes.
El affaire “Plácido Domingo” es muy interesante por la narrativa que le han dado las víctimas: “tuve que acceder si quería brillar”, por lo que la pregunta que se impone es una: ¿y las que no accedieron, o las que no acosó el señor y confiaron vehementemente en sus respectivos talentos, en dónde están?
Muchas, supongo, triunfando en el Metropolitan o en el Olympia de París.
¿Y las apechugaron su decisión de tomar la ruta hacia el poder a cambio de sexo?
Quizás unas estén también cantando en el Metropolitan, o quizás, si el talento no les alcanzó, llevan una vida alterna, lejos del poder que no pudieron retener.
Vengan las lapidaciones y los esputos en mi contra. Sin embargo, esto es lo que pienso, lo que creo y lo que he visto durante muchos años en los círculos de poder.