sábado, noviembre 2 2024

Memorial
Por Juan Manuel Mecinas

No ha habido crisis sanitaria más lamentable que la que estamos viviendo. Por una parte, porque las vidas que se han perdido (y las que por desgracia se seguirán perdiendo) ya muestran en sí una tragedia. A algunos les urge que las cifras de muertos o contagiados sea mayor porque piensan en términos políticos para culpar al gobierno. A algunos en el gobierno les urge que sean menores exactamente por lo mismo: piensan en los muertos como cifras, cuando en realidad son miles de historias y familias que han sido trastocadas. Por supuesto que importa si son cientos o miles de más, pero aún no es momento para hacer el corte final de una situación que ya es trágica. La radiografía final se deberá realizar, no para alarmar o golpear políticamente, sino para saber qué se hizo mal y poder enmendar. Cualquier otro propósito político es superfluo, aunque puede ser rentable para algunos.

Asimismo, la situación es lamentable porque muestra las carencias de nuestro sistema de salud, la debilidad del Estado, una clase política rapaz que no repara en su afán por amasar fortunas a costa del dinero de todos o muestra a empresarios y personas a las que el resto de la población no les importa. Lo peor de la sociedad también sale a flote con una naturalidad que Hobbes estaría encantado de presenciar.

Así, entramos al momento más delicado de la pandemia, en un país que se centra en lo que el presidente dice por las mañanas, pero en el que se está perdiendo de vista que la gran responsabilidad para salir delante de esta crisis dependerá de la población y de la actitud que asuma el gobierno.

Que el desconfinamiento no signifique a una mayor propagación del virus es una responsabilidad de la sociedad y de la mano dura del gobierno. Habrá que tratar que todas las personas vayan en el carril adecuado de tomar las medidas que aminoren la propagación del virus y que protejan al resto de la población cuando volvamos a nuestra “normalidad”. El gobierno deberá jugar un papel mucho más severo que el papel sugerente que hasta ahora ha asumido, dejando que la población decida si acatar las medidas o no. En la etapa que estamos más cerca de empezar, la de la vuelta al trabajo, a los espacios públicos, el gobierno no puede dejar que los esfuerzos de unos se vean ensombrecidos por la desidia y maldad de otros.

No puede dejarse al arbitrio de los patrones que las condiciones en las que los trabajadores desarrollan sus actividades sean propicias para evitar el contagio, o no puede dejarse a las escuelas decidir si abarrotan salones con alumnos sin respetar la “sana distancia”. La sociedad debe responder acatando las medidas que el sentido común y las circunstancias requieren, y el Estado debe apoyar esa respuesta con mano dura y sanciones a quienes, por simple capricho, no quieran seguir las nuevas reglas que enmarcarán nuestra nueva normalidad.

Si bien la posición del gobierno federal no ha sido hasta ahora de confrontación, el desconfinamiento requiere que las medidas sean seguidas por todos, porque solo así se evitará que el rebrote del virus sea menor y que una mayor cantidad de personas puedan trabajar, transportarse o convivir con menores riesgos de contagio. Las semanas que hemos vivido la pandemia nos enseñan que hay muchas personas dispuestas a protegerse y proteger a los demás, aunque también que hay personas cuya avaricia e insensatez debe sancionarse, sobre todo cuando regresemos a nuestra “normalidad”. Si el gobierno no está dispuesto a sancionar a los insensatos, podremos caer en un rebrote brutal que costará más vidas y más empleos.

Es la hora en que en este país se comience a observar el Estado de derecho por encima de la voluntad de los insensatos; y es momento de que el esfuerzo de la mayoría tenga el respaldo (necesario, por demás) de un gobierno que necesita pensar menos en términos de represión y más en términos de observancia de las normas. No se trata de avasallar los derechos de nadie; se trata de asegurar que todos cumplan las medidas necesarias para evitar contagios y muertes. Nunca el cumplimiento de las normas fue tan esencial; tan vital.

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