El Guernica
por Claudia Luna
Fuimos al museo a verlo, pero no sabíamos bien dónde encontrarlo. Caminamos un rato por pasillos y galerías, mirábamos el arte y hablábamos. A ratos olvidaba lo que buscábamos. Entonces, entré a una sala y, sin previo aviso, lo vi imperturbable y feroz: “El Guernica”. Tan comentado, tan visto y fotografiado. Mi primer pensamiento fue: “Caray, las obras de arte hay que verlas en original”. Las fotografías, por muy buenas que sean, no pueden reproducir la vibración. Esta pieza vibra y hace vibrar, me bastó con ver las caras de las personas en el salón para darme cuenta de ello.
Me fijé primero en una muchacha de unos diecinueve años con el cabello revuelto que le caía en bucles sobre la espalada y los hombros. Tenía la boca abierta y expresión de arrobo, como si se le hubiese aparecido un arcángel. Hasta creí percibir una luz etérea alrededor suyo. Otra mujer elegante con pantalones ajustados y porte de bailarina miraba la obra. Tampoco pudo evitar abrir la boca. Después de un rato, hizo un gesto como si le ofendiera mirarla y salió marcando el paso con sus botas de tacones altos.
Dos hombres con cara de intelectuales discutían y hacían ademanes señalando la pieza. Uno le explicaba algo al otro y éste asentía. Parecían hablar de la composición. Más allá, un grupo de tres jovencitas hablaban entre ellas y miraban sus teléfonos. Tal vez lo hacían como instinto de auto preservación, para no ser devoradas por los monstruos que parecían salir de la obra y rondar el cuarto. Un muchacho pelirrojo entró y, al momento, le dio la espalda a la pintura. Supuse que decidió no sentir, no padecer. Prefirió leer las explicaciones y ver los panfletos antes que enfrentarla y dejarse perturbar.
Carlos se paró frente a ella y la miró con confianza, como quien visita a un viejo amigo. Al rato, se recostó sobre el muro de enfrente y se caló los lentes, sin apartar nunca la vista del cuadro.
“El Guernica” provoca gestos y respuestas diferentes en las personas, igual que lo hacen todas las maravillas y miserias de este mundo. Esta pintura recuerda una tragedia, la guerra, el grito y la desesperanza, sin embargo, Picasso logró, desde la estética y con su maestría, recordarnos que tenemos un lado divino. Miro “El Guernica” y no recuerdo la vileza de la que somos capaces. Lo miro y sé que estamos tocados por la mano de Dios, que somos capaces de crear, me parece escuchar una oda triunfante. Repaso por qué el arte es arte, lo que lo hace sublime y la razón por la que es apreciado y codiciado.
Mi ojo encuentra a un caballo que parece aullar. Me percato de cómo el maestro lo solucionó, de manera brillante, con lo que parece ser, un mínimo de elementos. Miro a una mujer desolada, con su hijo muerto entre los brazos. No necesito que nadie me explique lo que sucedió, la miro y sé que ella está inconsolable y que carga con la tragedia de todas las madres que han perdido un hijo. El lienzo me lo ha dicho todo.
Creo en la obra de arte. La que nos mueve, la que no necesita la historia ni la explicación a un lado. La que me hace sentir viva y punto.
Parada frente a “El Guernica”, hago por recordar los sucesos que lo motivaron. Mi ojo viaja sobre el lienzo hasta que entiendo que eso no es lo importante, comprendo que esa tragedia ha sucedido muchas veces y que seguirá ocurriendo. Ahí se queda “El Guernica” como recordatorio de lo que pasó, también como prueba de lo sublime del espíritu humano.
Salgo de la sala y me encuentro cinco versiones diferentes de “Cabeza de mujer llorando”, también de Picasso. Las miro y lloro con ellas.