El presente
para Carlos
Quien vive el presente es un inmortal; tiene su propia porción de eternidad, dice Borges en su conferencia sobre las pesadillas…
Durante mi arraigo domiciliario he recibido como máximo tres o cuatro visitas: viene Bety cada martes para ayudarme a limpiarla casa; ha venido Julieta a que le haga unas fotos haciendo yoga; antier llegó Ricardo a ejecutar danza butoh mientras yo capté su trance con la cámara; y Adriana pasó ayer unas horas para que le ayudara a hacer un video.
En cambio yo no he tenido la necesidad de moverme ni he querido salir demasiado: he ido de pisa y corre al súper por comida; bajo una vez al día a la farmacia a traer cigarros; y sólo hago una o dos visitas semanales a Carlos en su casa: comemos, nos ponemos al día sobre los últimos temas coyunturales, tomamos una copa, vemos algún programa o serie, le recuerdo que lo quiero, y me voy.
Entonces regreso a mi casa-celda, a la cual le he descubierto espacios nuevos o le he inventado espacios nuevos: ayer, por ejemplo, noté que debajo del escritorio de mi recámara mi perrita se sentía muy fresca, así que me metí debajo del escritorio y resultó que efectivamente el piso estaba mucho más frío que el resto de la superficie laminada. Tan bien me sentí, que acabé corriendo a la perrita para poder echarme a mis anchas en toda la extensión del rectángulo que daba esa austera pero reconfortante zona.
Luego pensé que si alguien pudiera verme ahí, tumbada, ese alguien pensaría que estoy cayendo irremediablemente en los brazos de la locura, y puede ser que no esté cayendo, sino que lleve años siendo ya una orate sin remedio.
Nos dicen locos a los que no solemos hacer lo que los demás hacen o harían.
Mis amigas creen que estoy loca porque me identifico más con una silla o un tripie que con mi vecina o con ellas mismas. Eso me dicen ellas, pero mis enemigas simplemente creen que soy imbécil, y puede ser que ellas tengan más razón que las amigas puesto que las amigas siempre van a tratar de suavizar la verdad en aras de no perder la amistad. Y si la imbecilidad es un estado de gracia como este, carajo, abrazo con fuerza mi recalcitrante imbecilidad.
En fin, el caso es que estoy llegando a punto sin retorno en el que prefiero las cosas por sobre los humanos.
Quienes no me conocen bien dirán que siempre he sido materialista y frívola y que las cosas han sido parte fundamental en mi vida: se nota en mi afición a comprar zapatos y ropa y discos de vinil y de vez en cuando un cuadro que me guste. Sin embargo, las cosas que compré y me hacían feliz antes del coronavirus, hoy sólo son recursos que me ayudan para adornar nuevas cosas que me interesan; el caso más notorio es que me he vuelto fanática de tomar fotos.
Antes me gustaba tomar la cámara, pero no sabía usar esa cámara. Carlos no lo sabe, pero el día que me regaló esa cámara fue el día más afortunado de mi vida. Esa cámara ha sido el mejor regalo que me haya dado alguien jamás, por encima del pony que me dio papá cuando cumplí 7 o el carro convertible que también me dio papá cuando cumplí 15 o el anillo de brillante que me dio el padre de mi hija el día que nos casamos. Ese anillo, como todo anillo, sólo sirve para que el dedo se vea majo, pero lo malo es que ese anillo no me entra en el dedo que más ocupo, que es el que me interesaría que se viera guapo: el dedo medio, con el que hago la seña obscena que más me gusta hacer desde niña. Para eso sirve ese anillo, y quizás sirva también un día para empeñarlo y poder sobrevivir a la peste.
No recuerdo regalo más oportuno y más feliz que mi cámara. Esa cámara fue perfecta desde que llegó a casa, muy bien envuelta en celofán con su respectiva tarjeta: “con los atentos saludos de CMV”. Me dio mucha ternura recibirla de esa manera, porque realmente pudo haber llegado a mis manos en su caja original, simplemente en su caja fría, pero algo sabía (o intuía) el remitente que yo no sabía entonces: esa cámara iba a ser más que un regalo de lujo para una compañera de lujo: ese regalo cambiaría mi manera de ver el mundo, todos los mundos. Podrán haber mejores cámaras, vendrán otras cámaras, pero esta es la mía; es mi presente y me ha vuelto inmortal.
No fue hasta que el evento cambió la realidad, o sea, hasta que nos vimos obligados todos al confinamiento, que reparé en el valor ulterior de ese regalo que llegó inocentemente a mis manos después de que un día le dije a él: “me gusta tomar fotos” como bien le pude decir: “me gustan las costillas de cerdo”.
Después de esa frase tan inocua, tan dicha al vapor, llegó la cámara.
La comencé a usar para trabajos de la revista; luego me la llevé a Europa y allá la usé muy poco porque era incómodo andarla jalando a todos lados, así que las fotos que saqué en ese viaje fueron en su mayoría imágenes del teléfono de baja calidad.
Fue hasta apenas, hasta que el virus me condenó al ostracismo, que la vi allí, paradita en su tripié, y decidí jugar con ella. Me llevó varias semanas aprender a usarla; tiene demasiadas funciones que aún no conozco, sin embargo, confirmé que la mejor manera de aprender a hacer algo es jugando con ese algo; así comencé un día a tocar la flauta hasta que le supe sacar un buen sonido, así el bajo eléctrico, y así, realmente, he descubierto mis más profundas pasiones: jugando, tocando, echando a perder.
Y así, jugando con La Carlota (así le puse a mi cámara) vi realizados mis caros sueños infantiles en el contexto menos pensado y más inverosímil.
Ese juego se volvió de pronto un trabajo serio y estoy preparando lo que será un libro con las imágenes que he podido captar en cuatro o seis paredes; he fotografiado a mi hija, a mi perrita, a mi prima la yogui, a mi amigo el clown, y a mí misma en la mayoría de las veces; tomando como referencia al gran Helmut Newton que solía maridar la moda con el erotismo y el drama o la comedia domésticos.
Ahora bien; este encierro me ha sensibilizado, no a la manera que nos venden las lacrimógenas campañas publicitarias de los gobiernos y la iniciativa privada; no extraño demasiado a la especie humana, no sueño con volver a los restaurantes a los que iba para ser vista por los demás en actitudes francamente vacías, no me muero porque llegue cada martes para ir a dar tarjetazos al Palacio de Hierro, no quiero viajar por el mundo para conocer el mundo sola o acompañada; tengo lo necesario para ser feliz en mi desierto, y no sé si eso sea bueno o malo. Si me hará mejor persona o peor persona. Una loca o un buda o una alcohólica. No lo sé
Lo que sí me tiene conmovida es poder contar con el arte como aliado, sin embargo sería fácil enajenarme con él hasta la demencia, por lo tanto sé que debo ponerle límites a esa pasión ya que por mucho que sean geniales los grandes maestros de la pintura, de la música y de la fotografía, esos maestros no sustituyen a nadie, tarde o temprano esas estatuas nos dejan solos y se burlan de nosotros los mortales de la forma más innoble: restregándonos en la cara su eternidad, y en ese momento es cuando, al observarlos o escucharlos o contemplarlos con denuedo, comprobamos que son imperfectos, y de tanto verlos o escucharlos se nos va extinguiendo el gusto y el placer de adorarlos. Condición humana pura y dura.
Porque el arte es, al final, otra suerte de supervivencia hecha por hombres que por lo general padecieron ese arte al ser ese arte un intento de confrontar al mundo y sus contradicciones y perversidades.
Esos cuadros y esa música y esas fotografías que nos roban el aliento también llevan una carga, una dosis exquisita y letal de auto engaño y confusión. Pero de no existir ese arte, estaríamos desesperados, seríamos una raza, una especie perdida.
En eso pensaba mientras descansaba ayer por la noche debajo del escritorio hasta que la espalda empezó a reclamarme que la tuviera pegada al piso helado.
Mi encierro no ha sido en absoluto un descanso, al contrario; es el punto de partida de algo importante, y no es que haya sido planeado: creo que todo lo que estoy haciendo es por el temor de cachar el virus y morir sin haber hecho cosas que me sobrevivan. Porque sí; las cosas sobreviven al tiempo, el hombre no. Quizás sólo su memoria, y eso quién sabe.