Me lo Contó la Luna
Por: Claudia Luna / [email protected]
Siempre había pensado en el aeropuerto de Ciudad de México como en un lugar de paso. Lo veía como una puerta de entrada a mi país o que me llevaba de vuelta a mi casa en Miami. Ahora sé que es un microcosmos en donde transcurre la vida de cientos de personas.
Entre los que recorren a diario los pasillos del aeropuerto está El Vari. Un hombre menudo, de sonrisa fácil y, por lo general, con alguna ocurrencia en la punta de la lengua. Me basta con hacerle alguna pregunta para escucharlo decir: “Espéreme, doña Claudia, ahorita averiguamos”. Conoce, habla e indaga con todo el mundo, desde los oficiales de Migración hasta los vendedores en los estanquillos. Se dirige a ellos con un “jefe” o “señorita” a la vez que los mira a los ojos como si quisiera hipnotizarlos. Él va más allá de su obligación, siempre tiene la disposición de ayudar.
Es maletero, ayuda a los viajeros con su equipaje. Por lo general, los espera a la salida de llegadas internacionales y los conduce a su siguiente transporte. Carlos, mi marido, lo conoció un día que necesitaba ayuda para ir de una terminal del aeropuerto a la otra. Le cayó bien de inmediato, tal vez porque le recordó el desenfado y la frescura de sus paisanos cubanos. El papá de El Vari era jarocho y él conserva los mismos modos de la gente del puerto. Como ese día, cuando se encontraron por primera vez, tenían tiempo y hambre, se sentaron a comer unos tacos en El Fogoncito. Desde entonces son amigos.
El Vari está por cumplir 61 años y, a pesar de su edad, me recuerda a un muchacho intranquilo, lleno de energía que no puede quedarse quieto. Siempre alerta, parece darse cuenta de todo lo que sucede a su alrededor. Parece vivir en el presente y arrastrar al ahora a quien se cruce con él. Cuando maneja su diablito y me dice: “Sígame, vamos por acá más rápido”, me parece que tiene ojos detrás de la cabeza que le ayudan a esquivar a la multitud, aunque vaya platicando conmigo que lo sigo a paso veloz.
Un día, que íbamos de vuelta a casa, lo encontramos sonriendo. “Don Charly, señora”, nos dijo a manera de saludo y se apresuró a echarnos una mano con las maletas. Como ese día también había tiempo y hambre nos fuimos a comer unos paninis. El Vari pidió uno de milanesa. Carlos le insistió para que lo acompañara con una margarita. Él se negó y pidió una Coca-Cola. Nos contó que lleva 23 años sin probar la bebida. “Me encanta el alcohol, no crea que no. Me súper encanta, pero ni por equivocación lo toco”.
Hablaba con su habitual franqueza: “El alcohol me la cobró. Cuando subo empujando mi diablito por la rampa número siete, me acuerdo de mi papá, quien siempre me insistía para que estudiara, pero yo no le hice caso por andar en la fiesta. La siete es la rampa más empinada y hay veces que siento que ya no puedo”. Entonces sonrió y prosiguió: “Mis dos hijos sí estudiaron. Tengo un abogado y un chef”. Se le notaba el orgullo en el gesto. Pero cuando realmente se le ilumina el rostro es cuando habla de sus tres amores, sus nietos. Entonces arrastra las palabras y parece que se transporta a un lugar mejor.
Lleva casi 40 años trabajando. Escogió el primer turno para pasar las tardes con su familia. Empieza a las 3:30 de la mañana, así que se levanta de madrugada. Una moto lo lleva hasta un puente donde espera a que pase el camión. A esa hora, junto al puente, suele haber un grupo de vendedores de flores. Ha hecho amistad con ellos para resguardarse de los delincuentes que merodean por allí. “Ellos traen machete, lo usan para limpiar su mercancía y son hábiles. No hay malhechor que se acerque”. Lo pude imaginar nervioso y presto para cualquier eventualidad mientras hablaba y bromeaba con los floristas. Se asomaba y caminaba para ver si se aproximaba el autobús. Nunca se quedaba quieto.
A pesar de su aspecto juvenil y sus movimientos ágiles se siente cansado. “La vida está dividida en etapas”, nos dice y agrega que no se quiere morir trabajando. Desea pasar con su mujer y su familia los cumpleaños y las navidades. Ansía despertar con sus nietos y descubrir los regalos que les trajeron los Reyes Magos. Eso es algo que no tiene ahora porque el aeropuerto no se detiene. Después de escucharlo, yo también deseo lo mismo para él. Además, sé que cuando se retire, se le va a extrañar por los pasillos porque él es uno de esos personajes inolvidables.
Si pasa por el aeropuerto de Ciudad de México, no olvide preguntar por El Vari. Mucha gente lo conoce y le podrá dar razón. Él lo llevará sin contratiempos a su siguiente transporte. Conoce el mejor camino y, mientras lo hace, con su humor y su chispa le hará ameno el recorrido.