Tala
Por Alejandra Gómez Macchia
Tengo conocimiento que en mi familia no hubo un feminicidio, más bien hubo dos: una tía murió a manos de su marido por ahí del año 1946, y otra tía, sobrina de la primera, fue horriblemente acribillada en Tehuacán hacia 1988.
A la segunda la conocí perfectamente. Era sensual, desparpajada, lista.
Dejó dos hijos huérfanos que tuvieron que ir a vivir con su abuela porque el papá simplemente nunca apareció, es más, el sujeto luego fue a dar a la cárcel porque al parecer mató a una mujer; él siempre fue uno de los sospechosos principales de la muerte de mi tía, pero también hubo otros dos sospechosos a los que nada se les pudo comprobar: su amante y la esposa de su amante.
En ese tiempo, lo recuerdo bien, los diarios locales sacaron la nota junto con una foto despiadada de mi tía tirada en medio de un charco de sangre. No había ética ni pudor en los diarios, ni respeto por la víctima ni por su familia.
Hablaban del espantoso crimen, del ruin asesinato. El término feminicidio no existía, aunque ahora embonaría a la perfección por las características del crimen; una mujer que es asesinada a manos de hombre por el hecho de ser mujer.
La imagen de mi tía muerta a cuarenta puñaladas me persiguió desde entonces. Y mi padre, que era uno de sus familiares más cercanos (su protector), vivió desde ese momento completamente paranoico.
Era otra época. El machismo circundaba la mayor parte de las casas mexicanas, y no es que mi familia culpara a mi tía por haber muerto de esa manera, pero sí llegaban a sugerir que le había pasado lo que había pasado “por andar de calienta braguetas”.
Yo desde pequeña super qué era eso de calientabraguetas, y desde entonces me entró una especie de trauma. Una vez que tuve la edad suficiente para tener novio, los tuve, pero al principio todos eran jovencitos como yo, sin embargo con el tiempo comenzaron a lloverme propuestas de hombres casados para salir con ellos. Entonces me apeaba, no por otra cosa, sino porque recordaba las palabras que míos tíos proferían en las comilonas de los domingos: “la que se mete con casados, apesta a muerta”, así pues siempre me abstuve de meterme en líos, aunque sabía muy bien que nadie tiene derecho a matarte aunque andes de “calientabraguetas”.
Esos dos crímenes marcaron mi vida, y pasó lo que sigue pasando hasta hoy, cuando la estadística crece día a día en torno al asesinato de mujeres: no pasa absolutamente nada.
Las muertes generan indignación colectiva por un rato y luego se archivan, menos en la memoria de los deudos.
Por eso entiendo y aplaudo que se hagan manifestaciones como las del pasado viernes. Creo que manifestarse es un ejercicio de importancia capital; es la manera en la que un grupo en desventaja se hace notar ante una sociedad y unas autoridades que padecen sordera y ceguera crónicas.
En lo particular nunca he marchado ni me he manifestado, no sé por qué, quizás por abulia, quizás porque tengo este otro medio para alzar la voz. Escribiendo llego a quien quiero llegar, y algunas veces mis textos han obtenido la respuesta deseada.
I. Creo
Creo en la fuerza de las mujeres y en sus causas porque soy una de ellas. Creo también en las figuras valientes de las feministas que han abierto el camino hacia la libertad y el respeto. Creo (mucho) en la mujer que calla como método infalible de qué callando se obtiene del otro lo que uno quisiera decir. Creo también en las que no creen en las nuevas prácticas radicales del feminismo. Creo que una mujer tiene derecho de, si quiere, pasearse desnuda en la plaza pública, y así desnuda debe ser respetada. Creo también que las mayores incubadoras de machos son las madres de estos. Creo, y creo mucho, que no todos los hombres son iguales. Creo que los feminicidios no pararán hasta que se forme una generación de hombres que sean educados por mujeres y hombres que se amen y que no se queden juntos por sus hijos. Creo en las teóricas del feminismo, en las activistas que hacen su trabajo y no usan la violencia para exponerlo. Creo en los hombres que apoyan el movimiento. Creo que el discurso debe cambiar; pues si se combate desde la misma trinchera violenta y virulenta en la que se ha manejado el machismo a ultranza, esto va a ser una eterna cacería.
II. No creo
No creo en las feminazis (porque existen y son más idiotas que los machos). No creo en la censura de ninguna manifestación artística por el simple hecho que sugiera violencia de género. No creo que sólo las mujeres puedan cambiar esta realidad (es un trabajo en conjunto). No creo en las opiniones de mujeres que a la luz de los medios defienden los derechos de la mujer y en sus casas o círculos inmediatos traicionan y meten zancadillas a sus compañeras. No creo que profanando monumentos se llame la atención de una autoridad que solo va y borra o restaura los desperfectos. No creo que la solución al problema radique en crear una escuela de odio contra los hombres. No creo en el discurso de las mujeres que acaban re victimizando a las víctimas.
Durante años he tratado de comprender el discurso de los nuevos feminismos, sin embargo, no creo que el feminismo deba tener tantas venas, no es un río. En este caso, el agua no se aclarará sola al paso de la corriente. Más bien creo que toda esta violencia, todo este horror se oxigena de una raíz: mala educación.
Somos un país enfermo de ignorancia gracias a años y años de corrupción gubernamental.
En las escuelas nos enseñan a sumar, a restar, a aprendernos de memoria los nombres de los héroes, pero no le dan prioridad a aquello que hace sensible al ser humano: el arte.
Los gobiernos no apoyan a sus deportistas.
Las televisiones fueron en su momento más baratas que las enciclopedias.
Las bibliotecas están vacías y los tugurios llenos.
Se entroniza a cantantes que normalizan la violencia sobre el cuerpo de mujer.
Los chicos no saben cómo ganar dinero y se van a la ruta fácil: el narco.
Pero también las así llamadas defensoras de las mujeres, desconocen la historia de su movimiento. Hay dos tipos de feminazis; las de postín: aquellas que obtienen puestos de poder en su comunidad y abusan de su poder olvidando el origen de su devenir. Y otras, cuya ira se desborda a lo cuanperro y hacen destrozos y se comportan como bárbaros.
La justificación de las segundas es: solo así nos haremos notar.
Podría ser, pero sólo deben recordar que acá no es París, no es Bélgica. No somos suecos.
A las autoridades no les interesa pasar por omisas porque tienen un escudo: la impunidad.
En mi casa murieron dos mujeres a mano de dos hombres, y sé que en estos tiempos salvajes la estadística podría crecer. Y eso me llena de temor porque soy madre y hermana y compañera.
Las imágenes en la casa paterna fueron de una brutalidad sin parangón. Uno de los periódicos cabeceó su nota como el cuadro de Frida: “unos cuantos piquetitos”.
Esos sucesos cambiaron mi percepción del mundo.
¿Existe la maldad?
Muchos dirán que sí, pero el mal es un juicio moral con el que no empato.
Prefiero decir que existe la corrupción, la torpeza, la estupidez, pero ante todo: la ignorancia.
Esta historia no se debe reducir a un asunto de buenas contra malos.
Más bien es un tema más cercano a la psicología que a la moral: se llaman complejos.
El feminicida, es seguro, suele ser un tipo acomplejado, resentido con la vida; con su madre, con sus hermanas.
Su ira se sacia en las mujeres.
Creo firmemente que las escuelas (y en los nuevos métodos de aprendizaje virtual) más que enseñar a sumar y a restar, nos han enseñado a dividir.
Frente a ese escenario, se debería poner más atención en lo que se enseña.
Se llaman “prioridades”.