Por Claudia Luna
Gracias, Digna Cores, por hacerlo posible
Nos recibió con una sonrisa serena como de quien acostumbra a ver pasar la vida sin prisas. Era Alexis Hellmer, el director de la biblioteca Palafoxiana en Puebla. Me sorprendió su juventud, más adelante me enteré de que tenía apenas treinta y cinco años. Habíamos llegado ahí con la promesa de ver algunos de los incunables que forman parte del acervo de la biblioteca. Los libros que reciben esta denominación se imprimieron en el siglo XV, antes del día de Pascua de 1501. Los primeros incunables se imprimieron en 1453, en la imprenta creada por el propio Gutenberg. Durante los siguientes treinta años el uso de la imprenta se expandió por Europa occidental.
Después de los saludos pertinentes, Alexis nos pasó a un salón al fondo de la biblioteca en donde acomodó un cojín para recargar o, pudiera decirse, «recostar» los libros y evitar que se maltrataran. A estos volúmenes se les trataba como a recién nacidos. Pensé que usaría guantes, pero aprendí que reducían la sensibilidad en los dedos y existía riesgo de rasgar el papel.
Nos mostraba los incunables mientras sus manos hábiles pasaban las páginas. A ratos me parecía que estaba en un templo frente a un volumen sacro y de repente me hacía pensar que estaba con un muchacho que me mostraba sus tesoros. Parecía que los conocía de memoria, hasta sabía el orden de las ilustraciones. Cuando hablaba de ellos, sus comentarios recordaban a los de un amigo entrañable, eran certeros y sonreía con orgullo. Dominaba las fechas y los nombres de las ediciones, también los pequeños detalles que rodearon la realización de las publicaciones y hasta los chismes de la época.
Nos mostró un ejemplar de gran tamaño con grabados exquisitos que retrataban deidades romanas y que contaban leyendas mitológicas. Las ilustraciones, para ese tomo en particular, fueron comisionadas a artistas. Los grabados eran minuciosos, algunos con figuras luminosas que obtenían sus sombras y relieves de líneas delicadas sobre un fondo casi negro, profundo, logrado con un entrecruzado de finísimas rayas. Diosas voluptuosas con vestidos vaporosos parecían mirarnos, mientras que guerreros feroces y animales mitológicos luchaban y hacían piruetas sin perder el estilo.
Sacó otro tomo con el mismo cuidado que con los anteriores y, como presentación, dijo que se trataba de un libro prohibido. Era un manual de medicina con ilustraciones que mostraban los diferentes sistemas del cuerpo humano. En los años en que se publicó, estaba prohibida la disección de cadáveres, aún si era para estudiarlos. Las imágenes de la anatomía del cuerpo tampoco eran acostumbradas, les parecerían monstruos descarnados que mostraban músculos y órganos.
Se detuvo en una estampa que retrataba un esqueleto en donde se detallaban los huesos con precisión. Señaló el paisaje en el fondo. Quizás servía para suavizar la imagen para los lectores que no estaban habituados a ver los huesos del cuerpo humano. En el grabado, el cuerpo se apoyaba mediante el codo sobre unas rocas y tenía una pierna cruzada. Nos pidió que notáramos lo juguetón del gesto y la actitud amigable que tenía el esqueleto. Sus comentarios delataban a un ser sensible. Solo alguien con alma de artista pudo haber reparado en esos detalles.
“Me he preparado toda la vida para estar aquí. Desde niño amo este lugar, es por eso que estudié latín y griego”. Alexis es profesor de lenguas clásicas y está convencido de la importancia de que se lean los volúmenes en esas lenguas y de que no se pierdan sus textos. Se veía tan a gusto en el recinto. Me conmovió el amor sin reservas que le tenía a la biblioteca. Hablaba como si saboreara su trabajo, como cuando alguien tiene algo delicioso en la boca.
Cuando nos despedíamos, nos comentó que ansiaba adquirir un equipo para escanear libros y así garantizar que sobrevivieran. Entonces, mayor cantidad de personas los podrían consultar de manera digital. Esta parecía ser la manera ideal para que la biblioteca Palafoxiana honrara el título de Memoria del Mundo que le otorgó la Unesco en 2005.