sábado, diciembre 21 2024

por Alejandra Gómez Macchia

 

De un artista se pueden decir muchas cosas; se le entrevista, y si no se le conoce, el interlocutor traduce a su manera.

Las exposiciones están siempre llenas de ojos que interpretan a placer lo que ven. Y el pintor o el fotógrafo, quizás, lo único que estaba haciendo a la hora de crear era exorcizarse.

El mundo del arte es un terreno minado. ¿Qué es lo bueno y qué no? ¿Qué sirve y qué no? ¿Qué vale más o menos?

De la pintura, como de los vinos, se suele decir que el mejor cuadro es que el que te gusta, así como un cabernet o un merlot o un tempranillo. ¿Será esto cierto?

Alberto Ibáñez Cerda murió en diciembre dejando una estela de dolor a sus familiares y allegados, y abriendo también un gran hueco en la plástica mexicana.

Lo tuvimos en Puebla durante muchas décadas; tocando música con La Compañía Eléctrica, dando clases en la UDLA y UNARTE y haciendo feliz a su mujer.

Beto fue un cronista puntual de nuestros tiempos y de otras épocas. El artista es siempre él y sus obsesiones.

¿Qué habitaba la mente de Ibáñez?

El cine, la cultura pop, los ovnis, el santo enmascarado.

Eso sería la interpretación facilista de alguien que se para frente a sus cuadros e inventa para sí una historia alterna. Como suele suceder, la eterna brecha del creador frente al voyeur.

Sin embargo, la mente de un artista suele ser un engranaje complejo; un matrimonio indisoluble entre el mundo onírico y la realidad.

Qué fue primero, ¿el sueño o el que ha soñado?

Podemos volcarnos en tecnicismos, visitar su blog y aderezar este texto con frases preconcebidas y frías. Nombrar las influencias del autor, sus premios, sus exposiciones.

Pero este es un memorial que está muy lejos de pretensiones intelectuales.

Si de verdad te gusta la obra de un autor, no busques el hilo negro estético, hay que ir un poco más allá.

Los últimos cuadros de Ibáñez se antojan como radiografías de un tiempo convulso. El encierro que nos contrapuso a toda lógica; la televisión como compañía remota, nostálgica; las redes sociales como vínculo único entre lo que sucedía dentro de las casas, la forma de aceptación aparente en un meta-texto que amenaza con convertirse en nueva forma de convivencia. La democratización del like, del dedo alzado.

Mis obras favoritas de Beto son aquellas que parecen desenfocadas. Creo, si mal no recuerdo, que su amor por la fotografía (compartido siempre con su amada Guille) lo empujaba a recrear ese tipo de imágenes de manera nativa; si el grano de la foto está abierto, abierto deberá de quedarse.

No sacrificaba una postal perturbadora con tal de hallar la belleza en dentro del caos.

Fue un provocador que desde su trinchera envió mensajes poderosos sobre las coyunturas.

Admiré su obra pictórica desde que la vi por primera vez en La Perrera, que fue un espacio luminoso para muchos artistas.

En esa ocasión, como en todas, lo acompañaba Guillermina Hermosillo. La mujer que más he admirado en la vida.

Recuerdo el día que me casé. Invité a Guille porque de alguna u otra manera influyó en mi educación sentimental tanto o más que en la artística.  A la boda llegó del brazo de Beto, quien, sin saberlo yo, conocía a la mitad de los invitados del novio por sus andanzas en la escena de rock poblano.

Aunque al casarme tan precozmente estaba yendo a la inversa de mi heroína (Guille), no se me olvida que, en determinado momento, al estar bailando un vals bizarro de Frank Zappa, observé a esa pareja y fantasee con la idea de que la mía tuviera la misma fortuna. No fue así. Los años pasaron rápido y mi matrimonio se disolvió, no así el eterno enamoramiento de Beto Ibáñez y Guille.

A ella está dedicado en gran parte este memorial.

Porque si bien un artista es siempre él y sus obsesiones, también es él y sus amores.

 

 

 

 

 

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