domingo, diciembre 22 2024

por Alejandra Gómez Macchia

Es terrible, pero sumamente inquietante (y no menos interesante) observar nuestro comportamiento ante el peligro inminente de volvernos todos vulnerables. 

Ver cómo sólo contemplando imágenes de gente entubada, hospitales abarrotados y ancianos agónicos, regresamos por un momento a un estadio de pureza original.

La fuerza del miedo es mucho más poderosa que la fuerza del amor.

El miedo nos mueve, nos uniforma, nos sacude como raza.

Somos, aunque no lo aceptemos, criaturas que se activan ante la inminencia de la muerte.

He cambiado el escenario de mi cuarentena a un lugar más amable: Acapulco, y a pesar de que un sitio como este podría parecer desangelado sin el movimiento de la gente, a mí me parece mucho más bello desierto.

Mentira que las ciudades vivan por las personas; las ciudades y en este caso las playas, seguirán de pie (y regenerándose)  estemos o no ellas.

Hemos sido excesivamente vanidosos al pensar que la tierra nos necesita para seguir girando. Todo lo contrario: lo que pasa es que estamos acostumbrados al ruido y a la compañía aunque nos odiemos  y hagamos todo lo posible para aniquilar a las otras especies. En este instante somos testigos de que nada o casi nada somos, poco importa nuestra cultura y la tecnología cuando fuimos incapaces de disfrutar un minuto de sombra, un silencio en el silencio.

Urgimos la presencia de los demás pese a que nos parecen infames y estúpidos. Preferimos seguir viéndole la cara al indeseable antes que cerrarle la puerta en la nariz.

Extrañamos lo que odiamos por el simple hecho de que estamos acostumbrados a ser esclavos de ellos, de nuestros enemigos.

Lo amigos están bien en donde están. La sana distancia nos hiere pues no sabemos estar solos, porque no conocemos el placer de levantarnos para simplemente observar. Filosofar es una actividad de lo más old fashion.

Cuando digo “observar” no me refiero a nuestra respiración (que sí, es maravillosa), pero llevar nuestros pensamientos al interior para sublimarlos es una suerte de Budas, de seres verdaderamente espirituales que no esperan otra cosa de la vida más que esta pase sin mayores sobresaltos.

Voltear a vernos a nosotros mismos, como recomiendan los yoguis occidentales y los alumnos de Bikram y demás fantoches que han hecho de misticismo un negocio muy redituable, sólo surtirá un efecto positivo en tanto primero hayamos admirado comprendido el entorno desde la más cruda pequeñez, porque eso somos: un esbozo de la nada.

Decía el que fue el hombre más rico del mundo (y el más avaro y egoísta ), Jean Paul Getty I, que él coleccionaba cuadros y obras de arte porque las cosas no pretenden nada con uno, los objetos no traicionan porque no quieren agradarnos.

Yo añadiría que, efecto, no traicionan ni se abaratan. Los objetos son los verdaderos dueños de este mundo porque ellos vivirán más que nuestro olvido y serán los más fieles testigos de nuestra desgracia, del gran fracaso que fuimos como especie pensante.

La gente “buena”, los grandes prohombres serán mejores encerrados en los cuadros. Su historia está ahí, colgada, inmutable. Sólo algún pasaje, el más honroso, fungirá como memoria. Ellos, los hombres que conocemos por los libros y las pinturas, son moralmente superiores a la hora de trascender en una tela, en una hoja de papel cebolla. Si esos mismos hombres hubieran alcanzado la inmortalidad carnal, sus vidas no serían tan ejemplares. La firma de un Goya se cotizaría en bledos.

Getty, como todos los ricos y perversos del mundo, le profesó un amor enfermizo a los objetos, siempre sobre el contento y el respeto a sus congéneres o familiares; porque el poderoso está condenado a estar siempre solo, como solas están las cosas que no tienen consciencia siquiera de que son, de que existen. No hay mármol que requiera un respirador artificial, las venus obesas de la antigüedad no exigen a gritos insulina, nunca un soldado de terracota tendrá que pedir que le coloquen un sten.

En este preciso momento mi hombre hace zapping en la tele; se detiene en un programa sobre profecías y desastres. No puede haber algo más oportuno para alimentar mi pesimismo. Notradamus, visionario descontinuado que ha vuelto a ponerse en circulación gracias a las redes, se presenta con nuestros hijos vía Twitter, ellos, los millennial, no tenían la menor idea de quién era este influencer de barba y capón que hoy reaparece metamorfoseado de sticker, como un intermitente hashtag.

Llevamos tres meses escuchando advertencias sobre las calamidades que vienen, cuando la verdadera calamidad es que hemos llegado a tal grado de esclavitud que desconocemos, nos aterra la vida sin dinero, sin crédito, sin ruido, sin un hombre o una mujer que nos quiera por lo que él o ella quiera hacer y ver en nosotros. Enamorarse, a veces, es la mejor (y la más sutil) manera de hacer el ridículo.

Hoy que las organizaciones de salud nos piden tomar distancia, añoramos saludar al vecino (que nos irrita y nos parece un cretino) de mano; deseamos tocar a nuestras mujeres cuando llevamos meses sin notar que se han teñido el cabello o que han adelgazado o que una nueva arruga constela su rostro pre otoñal.

Somos la generación más conectada, más informada: sabemos qué hacer en caso de… o pretendemos saberlo porque Google nos despeja la incógnita.

La realidad virtual ha triunfado sobre la realidad real; lo que vemos dentro, es; lo que está fuera puede ser. Fuera está la duda, dentro la certeza, todas las certezas posibles e imposibles.

Coronavirus. La palabra más repetida desde que inició este año. La repetimos sin parar en distintas tesituras: al principio con desparpajo, ahora con espanto. El coronavirus está dentro de la red de redes y por eso es mucho más destructivo, genera más incertidumbre que otras pestes: que la pobreza, que la destrucción del entorno, que la indiferencia y la crueldad.

Esto va en serio. No debemos tomarlo a la ligera ya que es un espectro veloz y desconocido que arrasa a su paso. Como el propio hombre, pero invisible y eficaz.

Sin embargo, esto también pasará e iremos olvidando poco a poco la necesidad de acercarnos a los que habíamos abandonado, de besar a quien habíamos despreciado. De ofrecerle disculpas a quien hemos engañado.

El amor en tiempos del coronavirus será solo un motivo para escribir febriles best sellers , para que los pintores contemporáneos dejen plasmado el episodio en esperpentos abstractos que no valdrán lo que un Rubens o un Bosco un Brueghel, pero intentarán ser testigos vagos.

Nuestros cuerpos pronto crearán anticuerpos y sobrevivirá quien tenga que sobrevivir (sea o no útil su existencia).

La función de la televisión y los medios es remover en los hombres una leve capa del pesadísimo egocentrismo universal. Los televidentes e internautas obedecen, reaccionan a la orden, y de pronto el miedo los resuelve en seres sensibles y piadosos.

Ver a los enfermos o imaginarnos enfermos nos monta en el tren nocturno de la empatía, sin embargo, pasamos por alto que el enfermo vive su muerte o muere su vida en completa soledad; como el rico, como el poderoso, que acumula cosas: cosas muertas que les pesa abandonar.

El miedo nos tiene sitiados. Nos remite a una inocencia perdida mediante el toma y daca de noticias falsas, confusas y verdaderas.

Los animales empiezan a tomar las plazas públicas.

Hay pavorreales en las avenidas y crecen cabras en los olmos.

Todo pasará. Seremos los mismos pero un poco más endeudados.

Si quieres que la envidia no regrese a la piel de tu vecino, sal en muletas para contener el veneno.

El performance de la degradación humaniza al amigo y neutraliza al malqueriente.

Las cosas no le temen al estornudo.

Los hombres sí.

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