domingo, diciembre 22 2024

Memorial
Por Juan Manuel Mecinas

Nada mal hacemos en vernos en el espejo de Bolivia. La distancia entre Evo Morales y López Obrador es grande, las diferencias son palpables, pero, así como hay cosas que los distinguen, también hay cuestiones que los unen. Entre estas últimas, la más importante es una animadversión de una parte importante de la población que sistemáticamente renegó de la llegada de Morales al poder y, en el caso mexicano, vilipendia el arribo de López Obrador a la Presidencia Mexicana. En otras palabras: la división que causó la llegada al poder de Morales nunca fue cerrada; en el caso de López Obrador, la división social que inició en 2006 junto con Calderón y que exacerbó su arribo a la Presidencia, es hoy más profunda de lo que era hace casi tres lustros.

Evo trastocó intereses vitales de la economía boliviana, principalmente en materia energética. Su enfrentamiento con las élites empresariales y su cooptación de las instituciones bolivianas le granjeó muchos enemigos. A veces con razón, pero la mayor parte con enojo, los adversarios de Morales le reprochaban una y otra vez sus alianzas con el chavismo, con el castrismo, su dote populista, y minusvaloraban sus logros. Esos enemigos están ahora confundidos con ciudadanos que reclaman a Morales haberse aferrado al poder. Por eso, algunos se equivocan al equiparar la protesta con el golpismo. Parecen lo mismo, pero no lo son. Evo, el primer presidente indígena en la historia de Bolivia, cometió el error de todo caudillo latinoamericano: creyó que el movimiento que lo había llevado al poder no podía sobrevivir sin él.

Morales, al igual que Chávez, se aferraba al poder cobijado bajo el discurso de que su presencia era necesaria para enfrentar a las élites que querían saquear a la patria. Caudillismo puro y duro. La historia de siempre en Latinoamérica.

 En el caso de López Obrador, después de casi un año, la transformación del Estado mexicano no es clara. La no construcción del aeropuerto en Texcoco su estrategia contra la seguridad, su animadversión con los medios o su complicidad ilógica con algunos miembros de su gabinete – Bartlett, Durazo, Sánchez-Cordero- le han granjeado un mayor encono. Todo suma y alimenta el odio de algunos, a pesar de la fidelidad de otros.

Si López Obrador cree que por la simpatía de una buena parte de la población y por las ganas de transformar al país tiene un cheque en blanco, bien haría en mirar la suerte que el destino le ha guardado a Morales. Los cambios que Morales emprendió en Bolivia, su lucha contra la pobreza, su afán de buscar una sociedad más igualitaria, no son suficientes para siquiera permanecer en su país.

El riesgo en México de que algo parecido le suceda a López Obrador es real, no en términos de golpe de Estado, sino de una contrarreforma que destruya toda acción de un gobierno que se considera transformador y que, como todos los gobiernos, tiene aciertos y yerros.

AMLO tendría que dejar de lado el discurso de grandilocuencia que lo llevó al gobierno y empezar a rescatar un discurso de unión. La división en Bolivia nunca cejó; los discursos desde la llegada de Morales a la Presidencia nunca dejaron los extremos. Mientras ganó, Evo imponía su agenda y su voluntad. Pero el poder desgasta y se acaba. Tarde o temprano el poder se acaba. Y si la transformación no es profunda, no tiene pilares sólidos, no trasciende a las personas, entonces se convierte en un acto más dentro del teatro político nacional. Y lo que se pensaba que podía ser un cambio social de gran calado, se queda solo en reformas de corto plazo y de mínimo aliento. La transformación se convierte en vapor que se pierde entre las alcantarillas de las ciudades. Y lo que fue un sueño se vuelve pesadilla.

AMLO tendría que saber que seis años no son suficientes. Pero eso significa que, para consolidar su proyecto, hace falta mucho más que un hombre. Las experiencias de Chávez, de Morales e incluso de Lula -en Brasil-, tendrían que ser suficientes para poner sus barbas a remojar. Las transformaciones son grandes sueños impulsadas por movimientos; pero deben consolidarse porque el tiempo no perdona. Menos aún cuando se opta por el caudillismo en un continente que encumbra a los líderes, luego los derroca y, finalmente, los borra.  

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