jueves, noviembre 21 2024

para Héctor y Carlos

I. Oro

El único maestro que respeté en la adolescencia solía decirnos: “cuidado de no confundir opiniones con verdades”. 
Se llamaba Severo Gámez Prieto, y era un escritor y aspirante a psicólogo fracasado que terminó dando clases a insoportables alumnos de preparatoria a cambio de un sueldo miserable. 
Severo colaboraba en un pasquín de poca monta publicando una columna semanal de divulgación científica que yo leía puntualmente. Me gustaba su estilo porque nada tenía que ver con los acartonados desplegados que escribían los demás colaboradores del diario.
Escribía para poder opinar sobre sus últimos hallazgos sobre la mente y el comportamiento humano. Gámez Prieto nunca dijo una verdad trascendental ni reveló algún tipo de información que levantara ámpula entre sus lectores. Se le veía por las tardes en la Cafetería Central hundido en sus cavilaciones y siempre traía consigo un bolso de cuero lleno de libros viejos y subrayados que apilaba sobre la mesa en la que tomaba su expreso.
Gámez Prieto estaba obsesionado con las teorías sexuales y parietales de Freud. También estudiaba concienzudamente a Lacan. Pero su consentido era, sin duda, “Segismundo”, como solía llamar al famoso vienés del puro. 
Durante más de veinte años fue el encargado de la asignatura de psicología para los alumnos de segundo y tercer grado. Severo fue toda la vida un hombrecillo francamente confuso y desgarbado.
Era rarísimo verme sentada en las aulas. De tanto faltar, los compañeros me apodaron “El holograma”. Generalmente buscaba la manera de evadirme, sin embargo, jamás falté a su clase, que era justamente después de la media hora del receso. Y no sólo iba; me estaba quieta. Y no sólo me estaba quieta; me sentaba hasta adelante. Y no sólo me sentaba hasta delante; levantaba la mano para participar.
Sobre todo me interesaba cuando el maestro disertaba al rededor los sueños y su interpretación. “La interpretación freudiana de los sueños es literatura de la buena”, decía orgulloso. 
Yo me iba a casa pensando en “la otra interpretación de los sueños”. La vulgar traducción que encontraba mi madre en esos horripilantes libros que compraba en la revistería de don Camilo, cuya portada casi siempre traía dibujados personajes bizarros recostados sobre una cama con demonios, ranas, serpientes y espectros flotantes alrededor. Esos libros me daban vergüenza en vez de despertar mi interés. Eran tomos que hojeaba por pura curiosidad en el baño mientras aprendía a fumar. Publicaciones baratija pésimamente escritas, redactadas con las patas por farsantes que se las daban de psíquicos internacionales, y que asociaban, por ejemplo, la caída de los dientes con una muerte próxima o la picadura de serpientes con la traición del ser amado. 

Mis hermanos y yo nos burlábamos de mamá diciendo:
“Si usted sueña que caga (y si la mierda ensucia todo su espacio vital) no trate de limpiar la mierda bruta de su subconsciente, pues seguro pronto, ¡muy pronto!, recibirá una jugosa herencia. El dinero está asociado a la mierda y la mierda al dinero, así que no se atribule más y atraiga para sí ese lodoso pensamiento”, traduciendo al llano a Jean Baptiste des Étoiles, el finísimo autor. 
Mamá creía tan fervorosamente en ese señor “de las estrellas”, que cada mañana interrogaba a todos los miembros de la familia. Nos preguntaba el contenido de nuestros sueños conminándonos a recordar si acaso en algún cuadro de representación onírica aparecía una porción pequeña o generosa de caca. “¿Un mojoncito, alguien enfermo de diarrea, alguna excrecencia? ¡Hagan memoria, carajo!”, decía. “Porque el libro de los sueños de des étoiles asegura que, quien sueña con mierda, será inmensamente rico”. 
Yo no recuerdo haber soñado con mierda durante mi infancia (ni en plena adolescencia). Supongo que a ella, a mi madre, le pasaba lo mismo, pero en su afán de ponderar su clarividencia y sus buenos augurios por encima del sentido común, inventaba a cada rato que soñaba que alguien se cagaba.

“Anoche soñé que unos ladrones entraban a la casa. No se llevaban mucho: quizás tomaban consigo la televisión y el aparato de música, y al salir –lo vi claramente– uno se bajaba el pantalón y defecaba en la alfombra”, contaba emocionada mientras preparaba el desayuno.
Escuché esa historia del sueño mierdero cientos de veces con sus respectivas variaciones sobre el tema. Mamá juraba que soñar con caca era lo mejor que podía soñar uno porque su librito de sueños así lo decía, sin embargo, jamás cayó la herencia prometida, es más: mamá murió en la misma casa modesta en la que crío a sus tres hijos y jamás pudo cobrar la pensión que le correspondía por una falta de ortografía en su acta de nacimiento.  
El profesor Severo fue otro que pereció en la mediocridad. Nunca consiguió publicar una antología de sus columnas “de divulgación científica” y mucho menos el famoso libro que preparó durante años: un ensayo sobre la otredad en los sueños al cual tituló con un lugar común que solía enorgullecerlo: “En busca de la verdad inconsciente”, en donde más que ensayar la obra de Freud, desplegó opiniones arbitrarias como las que nos daba en clase. Hoy yo tengo ese ensayo en mi poder, y aunque no es la gran cosa, me ha servido como referencia para llegar a otros libros que sí son buenos, o por lo menos útiles.
Al morir, la hija del profesor Severo me buscó para invitarme a su funeral. Lo velaron en casa, y fueron –a lo mucho– quince personas entre las que se encontraban el director de la preparatoria, sus tres hermanos, algunos sobrinos, un par de vecinos y otro compañero que también aquilató la información que el viejo nos daba en clase.
Al final de los servicios fúnebres, la hija me llamó para entregarme una carpeta (y el libro inédito de ensayos). La hija lo hizo no porque Severo me recordara, sino porque sabía que yo tenía algo que ver con los medios impresos.
En el trayecto a casa le eché un vistazo al borrador, sólo un ojeada pues decidí no abrir la carpeta hasta que estuviera lista para confrontarme con mi borroso pasado estudiantil.
Tenía más o menos idea de qué podría contener aquel bulto perfectamente ordenado, ya que los dos años que Severo nos dio clase le pidió a sus alumnos escribir un diario de sueños que le entregaríamos en hojas sueltas cada viernes. Ese diario sería analizado por él, y llegado el fin de cursos nos lo iba a regresar con sus respectivas (y sesudas) conclusiones. 
Todos mis compañeros recibieron su diario de sueños el día de la graduación, sin embargo, yo no asistí a la ceremonia porque debía más de cinco materias y no me entregarían ni mi diploma ni la constancia de haber terminado mi educación básica. Frente a ese desagradable panorama, preferí darme a la vagancia junto con otros haraganes que como yo tendrían que sacrificar sus vacaciones de verano para ir a presentar exámenes extraordinarios. Por eso Severo no pudo darme de vuelta mi diario de sueños, y yo me perdí la inolvidable experiencia de pasar a recoger de manos de mis verdugos un diploma oyendo el almibarado Canon de Pachelbel.
Un mes después del funeral me senté a escudriñar la carpeta y caí en cuenta que desde adolescente me perseguía el mismo sueño. Una escena recurrente y terrible que se sigue presentado hasta la fecha. 
Tengo cuarenta años y duermo poco tratando de huir de “la otredad en los sueños”. Llevo dos matrimonios en mi haber, soy clienta asidua del diván del doctor B. Le cuento lo mismo que escribía en el diario de Severo Gámez Prieto. Lo platico casi siempre sobresaltada y anegada en llanto: “Lo hice de nuevo, doctor: lo golpeé sin piedad hasta matarlo y me reía mientras lo hacía. Luego, escupía arena sin parar. Arena gruesa que volvía a llenarme la boca hasta que me ahogaba y despertaba”.  
Mamá está muerta y aún conservo todos los libros de Jean Baptiste des Étoiles.
El profe Severo está muerto y fue aterrador releer la interpretación que le dio a mis viajes nocturnos. 

El doctor B ha sido el único que mediante un método menos ortodoxo ha conseguido deshacerme el nudo que se me forma en el estómago cada vez que vomito arena en sueños y reconozco al hombre ultimado a patadas.

El doctor B es como de la familia. Es cuñado C, el hombre con el que comparto mi vida; mi amante, mi amor, la perfecta mitad de mis patologías.
En cuarenta años de intensa actividad onírica, y como un homenaje a Severo, sigo levantándome cada mañana a escribir mis sueños en una libreta mientras el doctor B encuentra la forma de extraerme la piedra de la locura. Mi pago a su invaluable ayuda es darle forma a un libro que ha preparado sobre las mujeres y la histeria.

Mi relación con C me ha convertido en una persona más sabia, más paciente, menos voluble; con él descubrí rápidamente que el amor no es sólo el afortunado encuentro de dos salivas.

C es lo que el difunto Severo nombraba como “un noble animal de costumbres exacerbadas por el más misterioso instinto sexual”.

Tengo un trabajo estable al que no considero trabajo porque me apasiona hacerlo. Me va bien, no me quejo para nada. Estoy rodeada de lo necesario para vivir cómodamente y sin sobresaltos. La obsesión que mi madre tenía por el metálico me creó una especie de aversión a las grandes fortunas; aversión que se potenció cuando comencé a conocer a gente muy rica que al acumular objetos y cuentas bancarias perdió el placer que otorga el desear algo para conseguirlo.

Por eso con el tiempo le he dado valor a las sabias palabras que mamá usurpaba del psíquico Des Étoiles: “el dinero es una mierda que en estos tiempos vale oro”.

*Ilustración: Alejandra Alarcón

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