Gobernar por decreto
El Elefante en la Habitación
Por Hugo Manlio Huerta
En momentos cruciales de la humanidad, tendemos a despreciar a los tibios e hipócritas y a enaltecer a quienes “valientemente” pisotean la justicia y los derechos humanos bajo el pretexto de ser indispensable para nuestro bienestar y protección. Sucedió en tiempos de guerra, con el 11 de septiembre y ahora con la segunda pandemia del siglo XXI.
Cualquier régimen constitucional democrático otorga al titular del Ejecutivo poderes para vetar u observar leyes, pero no para gobernar mediante decreto si no se está bajo un estado de excepción fundado y motivado, que obligue a la suspensión de garantías como las de legalidad y seguridad jurídica, dado el gran peligro que representa la concentración de poderes en una sola persona mediante la habilitación, justificada o no, de esta vía.
La actual situación de emergencia sanitaria ha provocado que los gobernantes decreten medidas claramente restrictivas de diversos derechos fundamentales, en aras de proteger la vida de sus gobernados. Sin embargo, nada justifica la laxidad de la mayoría de las órdenes emitidas, pues aún en los casos de excepción los gobernantes siguen obligados a fundamentar y motivar sus actos, más allá de transcribir parrafadas tramposas y antitéticas en torno a la preponderancia de los derechos humanos a la vida y la salud sobre las libertades a constreñir.
Poco a poco se van sumando voces preocupadas por este ejercicio autocrático, amparado en la urgencia para combatir la pandemia, tanto a nivel internacional como local. Ejercicio que ha generado verdaderas ínsulas despóticas, a las que no les interesa la recuperación de quienes habitan fuera de su entorno y sólo se preocupan por tener éxito en su propio modelo para revertir la crisis, con el fin de poder construir a partir del mismo su futuro personal. Modelos que por cierto, al igual que sus decretos u ordenanzas sofocantes, son elaborados casi de manera individual, con la ayuda de meros escribientes y la arrogancia suficiente para no involucrar a la sociedad ni escuchar a los verdaderos expertos.
Gobiernos claramente rebasados por la situación, como los de Estados Unidos, Gran Bretaña, Italia, España, Suecia, Brasil y México, han cedido a la tentación de gobernar por decreto y en medio de este escenario de incertidumbre, sus principales actores políticos se han rehusado a hacer un elemental llamado a la unidad que permita trazar una ruta dialogada y eficaz para la reconstrucción, porque su soberbia e intereses personales les impiden pactar con quienes han estigmatizado como sus adversarios. O peor aún, de manera incomprensible y al grito de “sálvese quien pueda”, han preferido desdeñar la crisis, dividir aún más a la sociedad, crispar la situación y enfrascarse en múltiples batallas personales, pírricas y absurdas para una población que indudablemente enfrenta otras preocupaciones y advierte con hastío la mezquindad irremediable de sus políticos.
En este afán, los gobernantes vueltos virólogos de medio tiempo han perdido de vista que el establecimiento de restricciones y medidas de cualquier naturaleza, mediante el dictado de ordenamientos confusos e imprecisos, debe sujetarse a las formalidades para la elaboración de normas (en particular que su emisión sea justificada y que quien los expida esté facultado), a efecto de legitimar su proceder, evitar vaguedades en su origen y contenido e impedir que se interpreten por consigna con arreglo a los caprichos del poder político y la complejidad de la situación. Esta omisión ha provocado que las sociedades miedosas pasen de someterse voluntariamente a la ley como fuente parlamentada, normativa y garante de las relaciones jurídicas y la justicia, a ser sojuzgadas mediante proclamas autoritarias de escaso valor científico, utilizadas con una dimensión meramente instrumental para externar la intuición del político a cargo, desplazando la soberanía del pueblo organizado (Estado democrático de derecho) a quien le gobierna y lo que crea encarnar (derecho del Estado dictatorial).
Tanto en la Alemania nazi como en los Estados Unidos a partir del 11-S, surgieron numerosas leyes arbitrarias e injustas que sin embargo, al haberse emitido de conformidad con los procedimientos de creación normativa, fueron consideradas formalmente válidas y aplicadas por jueces competentes, dando lugar a una falsa antinomia entre el positivismo jurídico y la teoría del derecho natural, respecto de su validez material.
El fin primordial del Derecho y de quienes lo ejercen, es la erradicación de la arbitrariedad y la injusticia. En consecuencia, una ley arbitraria o una resolución inicua, más que simples ejemplos de incongruencia relativamente válidos por su creación positivista o con arreglo a las pautas formales, son una antítesis de la juridicidad, una aporía o paradoja lógica insuperable que termina por ser inaplicable, pues como dijera Georges Vedel, en esta situación ser positivista o iusnaturalista no cambia gran cosa si se es honesto, pues el jurista que se ve en la tesitura de aplicar la ley inicua dimitirá si es positivista puro y duro o permanecerá en su plaza y la declarará nula, si es iusnaturalista.
Lo anterior explica la ilegitimidad y nulidad de estas normas por su contenido injusto o carente de una moralidad interna (criterio iusnaturalista), pero también por su alejamiento del principio formal democrático con arreglo al cual los poderes no pueden concentrarse en uno solo, incluso en situaciones de emergencia, a fin de que la estructura constituida para impedir la expedición de normas antijurídicas no se someta o sirva a la arbitrariedad de las órdenes y medidas individuales de los detentadores del poder y se garantice el cumplimiento de un mínimo de notas estructurales[i] que, según Lon Luvois Fuller, todo ordenamiento ha de mantener en una cierta medida para que pueda ser coherentemente denominado jurídico y goce de la majestuosidad de la ley (criterio positivista).
En ese sentido, si falta sólo uno de estos criterios supralegales de juridicidad, delimitados por lo que la conciencia común de la humanidad en cada época considera derechos humanos fundamentales, estaríamos en presencia de un derecho justo pero susceptible de ser declarado inválido en cuanto contraviene otros valores garantizados por la formalidad que debió observarse en su creación o ante un derecho injusto pero con validez general, que seguiría siendo derecho y mantendría una función de orden más positiva que la ausencia de derecho. En cualquier caso, los jueces tendrían la gran responsabilidad de no camuflarse engañosamente con los ropajes de la legalidad o del control de constitucionalidad, para dictar resoluciones subjetivas contrarias al Estado democrático de derecho.
Si cualquiera que detente un poder fáctico puede hacer cualquier cosa sobre la libertad o los bienes de los demás, si una actuación válida hoy puede ser sancionada mañana, si cualquier vulneración a los derechos humanos puede ser ignorada o soslayada, es evidente que por más que el poder y su ejercicio se disfracen de normas y se acojan a rituales, nos encontraremos en la misma situación que si no tuviéramos derecho alguno.
Si el derecho tiene un fundamento y un motivo de existencia, no es para que exista cualquier tipo de orden, pues para ello bastaría el mero ejercicio de la fuerza, sino para que exista un orden mínimamente racional, que dé garantías de seguridad jurídica y pautas de actuación intersubjetiva, desde su formación constitucional, democrática y legítima. Un orden caprichoso es un derecho absurdo y sin sentido, que por lo general termina contenido en instrumentos incoherentes, vanos e incapaces de infundir admiración y respeto.
La conjunción del formalismo y la moralidad o racionalidad interna del derecho, resultan entonces fundamentales para su validez y la prevención de los regímenes antidemocráticos, puesto que la simple moralización del Estado y sus normas al margen de las formalidades constitucionales facilita la expedición de disposiciones inmorales por insensatas o injustas. En efecto, un derecho formalista y parlamentado puede ser injusto, pero un derecho antiformalista puede fácilmente acabar en una perversión de lo jurídico y el deber ser.
Este momento histórico requiere verdaderos líderes. Líderes que entiendan que las crisis no se resuelven por decreto, sino cediendo protagonismo al conocimiento especializado. Líderes que no se sientan por encima de los demás y que no banalicen el esfuerzo de médicos, enfermeros, científicos, pacientes y de las personas confinadas. Líderes que valoren la inteligencia y sepan construir equipos exitosos. Líderes que se preparen para gobernar y se dejen ayudar, antes de que el desgobierno y la tentación del absolutismo les caigan encima. Líderes que generen confianza y credibilidad, a partir del respeto al Estado de derecho y las formas establecidas. Tal vez por eso en esta crisis les ha ido mejor a las sociedades gobernadas por mujeres, alejadas de la megalomanía y el efectismo machistas; mujeres que utilizan el sentido común y entienden que la tiranía de la razón y las formas liberales es terrible, pero fuera de ellas no hay más que la barbarie.
[i] Según el filósofo jurídico estadounidense, las normas deben ser comprensibles, no han de ser contradictorias, no tienen que pedir lo imposible, no deben ser modificadas demasiado frecuentemente y debe existir congruencia entre su contenido y su administración pública, de modo que los ciudadanos puedan atenerse a ellas.