Por: Claudia Luna
Nunca logro decidir qué es más conviene hacer con los monstruos que nos habitan, es decir, el lado obscuro que todos tenemos. ¿Deberíamos hacer las paces con ellos e invitarlos a la mesa, como se hace con los buenos amigos? ¿Hablarles suavecito, a ver si se largan de una buena vez? ¿O darles rienda suelta? Un español, allá por el año mil ochocientos, sí supo qué hacer con ellos: los retrató en catorce obras.
Las pinturas negras de Goya se llaman así porque el artista usó pigmentos obscuros, pero también por lo sombrío de sus temas. Están en una galería del Museo del Prado, solo para ellas. Ahora, que hago el ejercicio de recordar mi última visita, me pareció que los muros de ahí eran más obscuros que los del resto del museo y que la luz también era más tenue. Tal vez solo lo imaginé pero, cuando entré, sentí que ingresaba a una capilla macabra.
Empecé a mirar su obra con la intención de proseguir en orden, aunque ansiaba avanzar porque, desde lejos, vi una pieza que me fascina desde siempre: Saturno devorando a un hijo. La había visto antes en reproducciones. Por supuesto, nunca había reparado en sus dimensiones reales, por lo que la imaginaba enorme. Cuando por fin me paré frente a ella, me encontré con una pintura de aproximadamente un metro y medio de alto por ochenta centímetros de ancho. En ese lienzo aparecía un monstruo con un cuerpo entre las manos. Lo agarraba con fuerza y le clavaba los dedos en la carne a la vez que se lo comía. El cuerpo semicomido estaba ya sin cabeza. Le chorreaba sangre que se veía fresca y espesa. Sin embargo, tuve la impresión de que había estado vivo apenas unos segundos antes. No parecía que se le hubiese escapado la vida por completo, la carne se percibía aún tensa.
Esta pintura hace referencia al mito de Saturno (Cronos para los griegos) quien acaba con la vida de sus hijos por temor a que lo destronen. Conocía la historia, incluso había leído otras interpretaciones en las que se piensa que Goya alude, con esta obra, a los tiempos obscuros del absolutismo en España. Se ha especulado también que Saturno representa al monarca Fernando VII devorando a su pueblo.
Conocer la motivación y el contexto de las obras es útil, sin embargo, en el momento en el que me paré frente a la pintura y solo fuimos Saturno y yo, uno frente al otro, la teoría se esfumó. El monstruo tenía una mirada terrorífica, como de loco. Lo miraba y no podía descifrar si gozaba o sufría con lo que hacía, pero estuve segura de que había perdido la consciencia. Como nos sucede a cualquiera de nosotros cuando actuamos por puro instinto y nos apuramos a terminar el asunto, antes de que nuestra mente se dé cuenta de lo que nuestro cuerpo hizo.
Después de observar con detenimiento el Saturno de Goya, me senté en la banca que había en el centro de la galería a recobrar el aliento. Mientras miraba desde mi asiento, se me ocurrió que los personajes de las pinturas negras, cuyas caras parecían un conjuro porque mostraban el lado obscuro de la humanidad, se repiten en el mundo, una y otra vez, a través de los tiempos. Es más, están por todos lados, somos nosotros mismos. Goya (pintor de la corte y autor de grandes obras que complacieron a los nobles de su época y que aun ahora tienen la capacidad de maravillarnos cuando las observamos) realizó esta serie que retrata la podredumbre del alma, el dolor y la soledad más profunda del hombre.
Seguí mirando las pinturas a la vez que caminaba por el cuarto. Esta vez me detuve frente a El aquelarre. Me pareció percibir suciedad en los personajes. Pero después de mirar detenidamente, me percaté de que lo que veía era más bien miseria, pero una mucho muy profunda, la que está pegada al alma y viene de adentro. Sin quitarle los ojos de encima, llegué a pensar que podía oler la inmundicia y escuchar los susurros macabros de sus protagonistas. Mientras los miraba entendí que yo, con mis jeans nuevos y mis zapatitos de turista, olía a lo mismo que ellos y que de mi pecho podrían salir estertores similares. Es la condición humana, nada de qué extrañarse.
A través de los años, he observado que adoro caminar entre las sombras de la mano de mi monstruo e ir prendiendo luces o dejar los espacios en tinieblas. Todos tenemos uno o varios monstruos. De lo que se trata es de aprender a convivir con ellos porque hay una verdad irrefutable: nunca nos van a abandonar.