domingo, diciembre 22 2024

TALA / por Alejandra Gómez Macchia

Las escondemos siempre: las cicatrices.

Desde la estría que injustamente nos aparece en el vientre cuando estamos embarazadas, hasta el navajazo del truhán que nos atacó una noche en que Dios andaba distraído y nos puso tras bambalinas.

Las escondemos. Las heridas guerra.

Nadie que conozca va por ahí presumiendo las cicatrices, sino todo lo contrario: la cicatriz se oculta, se maquilla (hoy se cubren con bonitos tatuajes).

Hace casi treinta años, justo horas antes de mi fiesta de cumpleaños, un vidrio verde de Coca Cola que salió disparado fue a incrustarse a un costado de mi rodilla derecha. La tarde estaba arruinada, pensé.

También lo pensó mi mamá, quien rápidamente me llevó al médico para que diera solución al accidente.

Al llegar al consultorio, mi vestido blanco (nuevo) era un trapo ensangrentado.

El doctor prometió regalarme un vestido idéntico en cuanto mi herida quedara sanada. El doctor traía sus copas encima, pero eso no me impidió confiar en él.

Yo le creí. Tuve que creerle si quería quitarme uno de los dos dolores que llevaba encima. El segundo, el del boquete abierto en la rodilla, no fue tan sencillo de curar. Sacó una jeringa, puso la anestesia (que ardió como un infierno en mi piel) y procedió a coser. Yo miraba la escena con horror. Coser una piel era igual que coser un dobladillo, sólo que a diferencia de la piel, la tela no sangra.

La herida tardó en sanar unas cuantas semanas en las que procuraba no moverme por temor a que se volviera abrir. Aun cuando el doctor me había retirado los puntos y estaba “dada de alta”, yo sentía que en cualquier momento ese agujero podía re abrirse.

No sucedió. Como tampoco sucedió la promesa del vestido nuevo (y ahí aprendí algo: los hombres mienten cuando beben, aunque beban agua).

Comprendí también que las mentiras piadosas de los hombres son paliativos.

Hay mentiras que suturan, que no dejan huella.

A lo largo de la vida se tienen accidentes.

Un accidente es algo que se atraviesa de improviso. Es un golpe de adrenalina pura que llega cuando menos se espera para cambiar (por unos instantes o permanentemente ) el transito natural de nuestra vida como la como la conocemos.

Que un vidrio arruine tu fiesta de seis años es un accidente.

Encontrarte a una persona que modifique tus costumbres, también lo es. Y es casi imposible pedir que en medio de un accidente no surjan heridas. Profundas o superficiales. Dolorosa o no.

Toda eventualidad, mínimo, te rasguña. Y los rasguños, por más leves que sean, también dejan cicatrices (si no pregúntenle a la gente que ama a los gatos: esos animales semi-salvajes que sólo saben manifestar su amor propinando zarpazos, que son caricias en su idioma).

En Playa del Carmen conocí a una mujer como de cincuenta años que tenía una gran cicatriz en el cuello. La rajada iba de la punta de la oreja hasta la parte donde el cuello topa con la clavícula.

La mujer tenía cicatrización queloide, es decir, ese tipo de cicatrización que deja un gusano alzado en la piel y que es imposible de ocultar.

La mujer jamás trataba de esconder el gusano que recorría su cuello, sino todo lo contrario: cuando se acostaba a asolear, echaba hacia atrás la cabeza y de vez en vez ponía bloqueador a la cicatriz con una sensualidad que dejaba congelados a los demás bañistas.

Con el tiempo me hice amiga de la mujer, y la mujer me contó lo que le había pasado: su primer marido se le había ido a los golpes una noche en la que se negó a coger con él. Furioso y borracho, la sujetó por el cabello y la zarandeó. Luego ella se defendió como pudo: tomó una botella de Jeam Beam que estaba sobre la cómoda y la reventó contra la orilla; el tipo se apeó, pero al saberse mucho más fuerte que ella, se le abalanzó y le quitó la cuña de botella. La mujer, asustada, dio dos pasos atrás hasta que topó con el colchón. Después él la sometió y fue lentamente abriéndole la primera capa de piel del cuello. La sangre inundó las sábanas blancas (no sé qué tiene el blanco que siempre llama a la sangre). Después el tipo se largó maldiciéndola, no sin antes llamar a una ambulancia para que fuera atenderla.

Nunca lo volvió a ver, pero a ella le quedó la cicatriz.

Yo escuchaba su historia con una mezcla de horror y morbo. Ella la contaba como algo tan lejano… imaginé la hora cuando vio que la herida cerraba, pero que en lugar de quedarle una sutil línea, le nacía un gusano. Así se lo pregunté y ella dijo: las heridas suelen parecerse a quien te las hace. El pendejo ese era un gusano y esto es lo único que pudo dejar en mí para que no pudiera olvidarlo jamás.

La respuesta me gustó. Ella me cautivó y nos hicimos cómplices de borrachera mientras permaneció en Playa.

A partir de ese momento supe que las cicatrices deben exhibirse a la menor provocación. Desde las más severas hasta las más leves.

Las cicatrices son mapas, pistas para los detectives, pies de página.

Desde la estría que nos queda luego de que el vientre se desinfla al parir, hasta el gusano que deja un gusano, las cicatrices deben de perder su condición de “defecto”.

Uno puede llegar a olvidar nombres, gente, situaciones, pero nunca olvida de dónde viene una cicatriz.

Hasta la picadura de un mosco suele marcar un antes y un después.

Mi primera cicatriz importante fue la del vidrio de Coca-Cola. La segunda vino por la pérdida del apéndice… así, una a una, la gente puede contar la cronología de sus cicatrices.

Los amores (buenos o malos) vienen, van y desaparecen. Las cicatrices son permanentes.

Las cosas se compran, te las regalan y poco a poco se olvida de dónde vienen. Las cicatrices son inmunes a cualquier tipo de amnesia.

¿Y las internas?

No olvidemos que hay dagas que parten más allá de la piel. El interior sufre más accidentes que la coraza. Que no se vean es otro asunto.

Las heridas internas son más difíciles de identificar. Sólo quien las tiene sabe qué filo las provocó.

Las heridas internas tardan más en convertirse en cicatrices y se abren cada vez que alguien te recuerda que existen.

Somos agua. La humedad interna, supongo, crea un ambiente propicio para que la herida no cierre a la primera. Y también a esas heridas hay que procurarlas y escribirles sus propias apostillas.

Al final sólo nos quedan esas marcas como único recordatorio de que se ha vivido, y se ha vivido como se debe: en campaña, en guerra constante.

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About Author

Alejandra Gómez Macchia

Truncó su carrera de música porque se embarazó de Elena. Fue bailarina de danzas africanas, pero se jodió la rodilla. No sabe cómo llegó al periodismo (le gusta porque se bebe y se come bien). Escribe para evitar el vértigo. En el año 2015 publicó “Lo que Facebook se llevó” (Penguin Random House), y en unos meses publicará un libro de relatos, “Bernhard se muere”, en la editorial española Pre-Textos.

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