Por: Claudia Luna
Ignacio Valdés tiene 75 años, es cubano, trabaja haciendo moldes en el taller de fundición de esculturas de su hijo, pero, sobre todo, es mi amigo. Cada vez que voy al taller lo busco con la mirada entre los trabajos en proceso. Cuando lo encuentro, lo saludo y hablamos como si nos conociéramos de toda la vida. Me gusta platicar con él y escuchar sus historias.
Una mañana me contó sobre el gato de una vecina que se tomaba la leche de la familia y lo que hacía la mujer cuando se daba cuenta. No recuerdo bien la anécdota, pero sí me acuerdo de sus carcajadas y del brillo de sus ojos mientras la narraba. Cuando rememora, le hago preguntas porque me encanta verlo reír. Él me dice: “Ay, muchacha…” a manera de respuesta y sigue con sus relatos. Otro día llegué a la fundición y lo encontré sentado, limpiaba mazorcas de maíz. Me pareció natural sentarme a su lado y hacer lo mismo. A veces, cuando me ve, me dice: “Dale, vamos a hacer café que no hay más na’”. Lo sigo a la cocina mientras comentamos cualquier cosa. Con Ignacio y su familia me siento como en mi casa.
Hace unas semanas buscaba conversación y le pregunté sobre sus años de adolescente en su pueblo. “No era pueblo”, me aclaró de entrada. “Vivíamos en el campo, una casa aquí y la otra allá”. Levantó el brazo para señalar un punto a lo lejos. Sus ojos siguieron el movimiento de la mano y sonrió como si viera algo. Luego dijo: “Como en la vida del campo no hay ninguna muchacha, es la más sana. Antes de la revolución, nosotros sembrábamos tabaco y con eso teníamos pa’ todo. Mi padre engordaba un cochino para sacar la manteca del año. Todo sabe más sabroso en el campo”.
Me explicó que, durante seis meses del año, él y su familia trabajaban la tierra. Los otros seis meses los muchachos se dedicaban a corretear con los vecinos y los primos. “Éramos una banda de chamacos y andábamos pa’ca y pa’lla. Lo único que no podíamos hacer era juntarnos con las muchachitas. Ellas estaban en sus casas. Pegadas a las faldas de las viejas”. “Eran otros tiempos, Ignacio”, le dije. “Sí, muchacha, ahora nomás que las niñas largan la tripa del ombligo, ya se quieren ir pa’la calle”. Se ríe de sus propias bromas y yo me río con él.
Al rato empezó a hablar sobre una familia de color que vivía cerca de su finca. “Cada uno tenía su propia casa”, me dijo, “pero las hicieron tan pegadas que podían sacar la mano por la ventana para saludarse unos a otros. Ah, pero eso sí, había que tener buena memoria para acordarse de sus apellidos”. “¿Cómo así, Ignacio?”, le pregunté. “Sí, era una pila de negritos. Todos de la misma madre, pero de diferente macho. Cada uno tenía su propio apellido”. Entre risas, prosigue. “Eran buenas personas, no había bandoleros. La más inquieta era la vieja, que era la más saltadora”. Se refiere a que tuvo hijos con tres hombres diferentes aparte del marido principal. Dice que las mujeres de ahora alardean y se la dan de bravas, pero que las viejas de antes no eran fáciles. “No hacían ruido. No armaban una gritería, pero ¡Ave María, muchacha!”. Suelta una carcajada y yo lo imito.
Cuando voy a la fundición y hablo con Ignacio puedo ver al chiquillo de ojos color miel que corre por los campos, trabaja la tierra y hace travesuras. A veces, con su conversación me lleva con él. Habla de los ayeres y vuelve a ser joven. Detrás de cada viejo está el muchacho que fue. Basta con querer verlo para encontrarlo.