miércoles, mayo 8 2024

A doña Martha Hidalgo 

Vi de cerca cientos de veces a Rafael Moreno Valle.

La primera vez fue un día que acompañó a su esposa, Martha Érika, a mi negocio de cerámica.

Él no se bajó de la camioneta.

La espero ahí dentro hablando por el celular; o mejor dicho, por su radio.
Eran tiempos del BlackBerry.

Martha entró al taller sonriendo y con una bolsa de estraza en la mano. De la bolsa sacó una escultura. Era una especie de cenicero que emulaba las esferas de Magritte.

Las esferas estaban desfasadas, unidas en un punto “imposible”.
Yo juré que no lograrían sobrevivir a la quema.

Me las entregó, encargándomelas mucho (a veces el barro se pega al horno cuando lleva demasiado esmalte).

“Es una pieza para mi cuñada”, dijo. Yo no sabía que su cuñada se llamaba Gaby ni que era pareja de Fernando Manzanilla.

“¿Te gusta?, confió en tu buen ojo”, añadió. “Me gusta, sí, sólo que es una pieza complicada”, dije. “Por la posición de las esferas podría ser que el esmalte las venza y se queden pegadas al horno, pero le meteré varias calzas con clavos para que aguanten”.

Nos despedimos de beso y antes de que saliera, mi hija llegó corriendo a saludarla.

Cada vez que la veía salía corriendo porque ella, Martha Érika, y su mamá, doña Martha, tenían un filin especial con los niños, y Martha siempre se la llevaba a comprar pan al “Hornito” (panadería que estaba junto a mi negocio).

Esa tarde la niña regresó con una bolsa llena de conchas y cocoles. Yo no la dejaba comer mucho pan porque se ponía loca con el azúcar, pero a Martha le gustaba ver feliz a la niña, así que juntas hicieron varias veces la travesura.

Años más tarde, cuando Martha ya habitaba Casa Puebla (por primera vez), recordamos el pasaje de la pieza de cerámica que, por cierto, salió perfecta del horno y fue, según yo, a parar a las manos de su cuñada.

Pocos saben que Martha Érika pintaba. Era buena con el pincel.

Cuando podía se reunía en con su mamá y otras señoras en el taller que doña Martha montó en algún lugar de La Calera: un estudio lleno de polvo de barro y olor a solventes.

Dentro de ese estudio, el profesor Bernardo Arcos les enseñaba a las mujeres a levantar figuras del fango.

Yo fui muchas veces a las clases. Doña Martha me convidó de esa actividad en cuanto supo que pasaba por un colapso familiar. Me invitó también a meditar en su salón de Tao.

Doña Martha Hidalgo es generosa con sus amigas. Yo no era exactamente una amiga cercana, pero era la persona que le daba el último toque a sus esculturas.

Así pues, la tarde que Martha Érika llevó las esferas y llenó de pan mi casa, fue la primera vez que vi a su esposo manoteando muy enérgico desde su camioneta.

Yo no tenía la menor idea de que aquel hombre era un senador.
En esa época me importaba un bledo la política. Sólo sabía que mi estado estaba gobernado por un fulanito impresentable al que apodaban “El Góber Precioso”.

Nunca imaginé que tres años más tarde estaría -de una u otra manera- ligada a Martha y a su esposo, porque yo -que en el pasado fui una jipi que jugaba con barro- iba a convertirme en escritora y trabajaría en un periódico.

Trabajando en Sexenio Puebla, volví a encontrarme con Martha Érika y su mamá; ya no en el taller de escultura, sino en eventos políticos.
Martha Érika había cambiado desde entonces.

Era ya la presidenta del DIF estatal, y estar en el DIF no es vivir un sueño rosa.

Encabezar esa dependencia significa convivir de frente con el dolor y las carencias de la gente.

No se puede no cambiar cuando diariamente ves a niños solos o niños abandonados o maltratados.

Martha Érika había cambiado, claro… madurez, le llaman a ese cambio.

A partir de ese año (2010) fui viendo la evolución de la pareja.

El esposo de Martha (como solía llamarlo cuando yo era una jipi ignorante de la vida pública) se volvió Moreno Valle, el gobernador.

Un hombre al que, como buen personaje shakesperano, se le odiaba o se le amaba.

Y me tocó participar del lado de la gente que lo ponderaba, que lo veía como el gran transformador de una Puebla ruinosa.

La Puebla aldeana y polvorienta de Marín.

Yo, siempre incrédula, guardaba mis opiniones.

Sólo fui observando muy de cerca aquello que seis años más tarde era una realidad:

Puebla había cambiado. Y claro: los críticos del morenovallismo condenaban sus formas. De autoritario no lo bajaban. De dictador, de rudo, de intratable…

Siempre he pensado que los mexicanos somos un pueblo abúlico, un pueblo polvorín, un pueblo poco organizado; ergo, Moreno Valle vino a ponerle orden a ese caos.

“Erre” (como se referían a él en las conversaciones de WhatsApp), fue un tecnócrata.

Moreno Valle no bailaba con los chivos en las fiestas de matanza del mole de caderas ni le encantaba andar por la vida con adornos florales en la cabeza.

Fue priista y aprendió a operar en el PRI, pero no adoptó las formas socarronas del populista del partidazo, del bullanguero que come mole con los dedos, del gobernador que “mata la tarde” bebiendo Magno en un restaurante de Acamayas.

Rafael seguía otra ruta: la ruta de la disciplina extrema.

Trabajaba como un obseso. Como no trabajan los políticos mexicanos.

Se escuchaban por ahí rumores que pasaban de lo sublime a lo ridículo, como que no dormía, que era una especie de vampiro, que se metía en una cápsula hiperbárica para recargarse.

Toda esa clase de mitos que se les achacan a los hombres que poseen una energía inaudita.

Yo lo veía en las comidas y en las cenas que ofrecía a los medios de comunicación.

Debo confesar que jamás he abandonado del todo mi condición de jipi, y que los políticos no me paralizan.

Soy hasta descortés. Odio los protocolos, y por lo mismo, en cada evento que veía a Moreno Valle – y a sus secretarios- los miraba con cierto recelo.

Todos tan sospechosamente bien peinados.

Todos ataviados impecablemente con trajes italianos, caminando desde la estatura uniforme de dan un par de Ferragamos.

Lejos estaban los morenovallistas del político mexicano que se palmea la espalda o la barriga con los mortales.

Los morenovallistas no tienen barriga, y si la tienen, no la presumen.

Las formas del morenovallismo eran pedantescas y frívolas a los ojos de sus detractores. Las formas del harvadiano, del apóstol del Trinity College.

Para mí era una trance surrealista estar ahí, tan cerca, viendo cómo cuando Rafael se acercaba, ponía a temblar hasta al más bravucón de los periodistas o al empresario más encumbrado.

La primera ocasión que me tocó ir a una de esas cenas, le dije a mi pareja: “ni creas que me voy a parar cuando se acerque el gobernador a la mesa. ¿Por qué lo haría? Si te gustan los protocolos, yo sigo los de la corte decimonónica inglesa: los caballeros se agachan a saludar a las damas. No al revés”.

¿Y qué pasó?

Cuando tuve enfrente a Moreno Valle no pude sostener mis dichos.

Me levanté para saludarlo, no por una suerte de sumisión, sino porque era un personaje que imantaba como imanta cualquier hombre de poder.

El poder es así: seductor. Es un perfume que subyuga.

Ayer, cuando escuché la noticia, no lo podía creer.

No podía creer que esos dos personajes tan cercanos (tan lejanos) hubieran terminado su vida de una forma tan trágica y en un contexto tan desafortunado.

En una fecha por demás imprudente.

En los meses pasados volví a ver muchas veces a Martha Érika, ahora en un posición mucho más compleja que en los seis años anteriores: con un proceso electoral desgastante a cuestas, del que increíblemente salió victoriosa.

Pese a los tiempos aciagos, lo logró.

A pesar de el poder presidencial en contra, llegó.
Martha Érika Alonso volvió a sufrir una metamorfosis el 14 de diciembre.

Estaba despojada del cansancio de meses de incertidumbre.
“La señora”, como todos la llamaban tras bambalinas, apareció en el Auditorio de la Reforma con un tono conciliador.

Con un aire renovado.

Su discurso no era la prolongación del discurso del ora senador.
El suyo era otro estilo.

Lo fue desde su campaña.

Los Moreno Valle no eran un matrimonio promedio. Los matrimonios promedio truenan bajo presión.

Los matrimonios promedio se apuñalan en la sombra.

Se exhiben en la mesa. Se contrapuntean a la menor provocación.

Lo suyo era una buena alianza.

Una alianza compartida con esos otros personajes que nunca los abandonaron (sabemos quienes son).

Los Moreno Valle-Alonso fueron como esas esferas unidas en un “punto imposible” que un día Martha Érika me llevó al taller de cerámica.

Descansen en Paz.

Descansen en Paz.

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Dorsia Staff

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