Joker, la tragedia de reír llorando
por Alejandra Gómez Macchia
¡Ay! ¡Cuántas veces al reír se llora!
¡Nadie en lo alegre de la risa fíe,
porque en los seres que el dolor devora,
el alma gime cuando el rostro ríe!
Saliendo de la sala 7, regresando a la luz moribunda de las seis de la tarde, miré mi mano y estaba manchada de un rojo encendido, como si estuviera ensangrentada.
Nunca había ido sola al cine, pero no quería dejar pasar otro fin de semana, así que tomé mi bolso, crucé la calle y llegué derrapando a la sala. Veinte o treinta personas estaban sentadas, esparcidas en el lugar. Estaba oscuro y sólo adiviné que había más personas porque sus cabezas se veían por encima de las butacas y se escuchaban, perdidos, los sonidos del crujir del maíz en sus bocas.
No me gustan las películas de super héroes, por eso en cuanto supe que en Joker no salía Batman y su batimovil, me entusiasmé. Además Joaquin Phoenix es para mí, junto con Daniel Day Lewis, uno de los enfants terribles del cine Hollywood. Los mejores actores de su generación.
De atrás para adelante: todavía siento la excitación en la sangre. Llegando a mi auto, después de recorrer esa plaza semi vacía y de sentir que la gente me observaba por llevar la mano teñida de rojo, pensé: el mundo es también una máquina que tritura a los hombres. Los rompe, los parte. El asesino no nació sabiendo que mataría. Las madres hacen lo que creen que es bueno para sus hijos, pero en determinado momento siempre aparece otro hombre que las quiebra, y ellas matan lo que aman en aras de conservar el aprecio de un tipo que de ni su misma sangre es.
No es más que una película, pienso mientras enciendo el carro. Una gran película. La película que los Milllennials y esa clase de público híper sensible no tolera porque puede devenir más violencia. ¿Hello? Desde que el simio bajó del árbol y tomó la quijada de uno de sus compañeros muertos descubrió la violencia como una manera eficaz de ostentar el poder, aunque sea intermitente.
Joker es violenta porque el mundo es violento. La naturaleza es salvaje, no sólo la ciudad; el campo lo es más aún. Se llama bucolismo y existe desde que el hombre es hombre.
El cine es mejor que la vida o es una aproximación, no siempre tan exagerada de ella. En ocasiones la vida le sale debiendo al cine. Joker es la versión pasteurizada del animal que nace y crece en la agonía. Del hombre que no vive, que sobrevive. El triunfo de la barbarie social frente a una vida afantasmada, desdibujada por la mano monstruosa del sistema, de establishment y de conflictos freudianos no resueltos.
Joker ríe demencialmente porque es un demente. Uno más estridente, más trágico, menos afortunado que los demás pirados que vivimos, quizás en la puerta de al lado.
Eso pienso mientras me animo a salir del estacionamiento, recordando el cuerpo famélico del actor que se tragó al personaje. El poseso.
Soy de ese tipo de personas que se afectan con las historias, aunque sean de ficción. Sufro la comedia porque tiene mucho de tragedia y al revés. Son hermanas siamesas. Las comedias enmascaran la crueldad con exageraciones grotescas. El arte de ironizar de nada vale si no lleva intrínseca la intención de incomodar, de ofender, de herir. Joker es una película que hiere con la elegancia y la sutileza de un elemento antagónico al dolor: la risa.
La risa diarreica, incontenible del que ya no puede o no se atreve o no se permite llorar.
Fui una niña que lloraba por todo a la menor provocación. Un llanto esencialmente caprichoso, pero que me sentó bien como método infalible de manipulación, y por el contrario; cuando ha sido necesario llorar, río con una risa nerviosa precedida por esa mueca doliente que sólo quien me conoce ubica como la señal innegable de que algo muy importante está pasando dentro, así como el movimiento trepidatorio e involuntario de ambas piernas de Joker cuando sentado frente a su madre es incapaz de expiar su primer gran crimen porque en el fondo, en su memoria remota y autocensurada, intuye que esa figura de autoridad oculta al gran verdugo.
Tenemos una imagen falsa de lo que es un payaso. El payaso no avienta pastelazos. El payaso es un artista, y como buen artista, está habitado por fantasmas. El payaso vive una tribulación constante y la única forma de exorcizarse es retratar la crueldad mediante un pelo ridículo y una nariz ridícula y unos zapatos ridículos. Colores, muchos, para alejar la neblina. Bolas, moñitos, botones, tirantes, para ser la encarnación de eso que se conoce como fiesta.
En mi vida he conocido a dos payasos de cerca, y ambos son hombres de una densidad que corta el aliento. Graves, severos. Hombres a los que les fue arrancado su niño desde niños. Ambos poseedores de un cuerpo en cuya geografía se traduce el flagelo, el sacrificio y una que otra inmolación.
Los dos payasos que conozco se incineran en la arena mientras los demás ríen.
El payaso pinta su cara de blanco, esa palidez que choca con el colorido de su atuendo. ¿Y qué es la palidez sino la pérdida del brillo? El blanco en el rostro del payaso es un blanco parecido al de la ballena Moby Dick: un blanco mortecino que asusta. No brilla, no es luz. Y el carmín que rodea sus labios no erige una sonrisa, la deforma, la pervierte hasta hacerla tétrica.
Los clowns, los payasos y los mimos son aves raras. Chaplin fue un extraordinario bailarín, Marceau también. El payaso que no habla con la voz, grita con el cuerpo. Sus movimientos son el ácido que revela la imagen. Manos que sólo tocan el aire y en el aire construyen la realidad.
Joker baila de principio al fin. Baila cuando mira la tele, baila cuando corre, baila cuando lo yace en el suelo ultrajado. Bailotea cuando su mente pergeña. La biografía del hombre detrás de Joker nos habla de un abuso físico. Joker tiene un lado muy afeminado. Desde su exacerbada timidez se asoma la duda de una sexualidad no resuelta.
Joker baila y sume el vientre como una Pavlova anoréxica urgida de aceptación. Ensaya su número patético en la sala miserable. Baña a mamá en la tina con la paciencia de una doncella quedada.
Pero joker deja de bailotear, deja de ser un artesano del baile y entra a las grandes ligas del movimiento cuando ejecuta la coreografía esquizoide frente al espejo; minutos después de liberar –y al mismo tiempo volverse esclavo– su frustración, en el momento justo cuando descubre y asume su propia monstruosidad.
Guardando proporciones, Joker se parece al Garrik de Juan de Dios Peza. Porque su boca ríe mientras su alma llora.
Pero Garrik era un mago, un payaso laureado buscado por lores. Un cortesano más que padecía el viejo mal de la tiricia, el spleen del poeta, males de señora burguesa.
Joker fue un fracasado desde que sus papás eran novios, si es que en verdad tuvo padres.
Joker, cuyo nombre real es Arthur Fleck, nació siendo bueno, y fue bueno hasta que el lado despiadado de una especie auto destructiva lo debilitó hasta llenarlo de grietas.
El filósofo dice: el hombre es bueno por nacimiento.
El mal de nuestro tiempo se llama depresión, y un coctel de pastillas no sirve para hidratar el alma reseca. Los psicólogos son mercaderes de la salud mental. Nunca he conocido alguien que se de alta del diván…
Una vez que salí del estacionamiento y me tocó el primer alto en el boulevard, estacioné en carro en doble fila al reparar que mi mano seguía manchada de rojo.
Me imaginé la escena vista desde fuera: una mujer va sola al cine, se sale a la mitad de la película a atender una llamada telefónica, regresa y ocupa un lugar diferente. No come palomitas, no ríe cuando los demás encuentran oportunidad de aligerar la trama con un lugar común, se levanta hasta ver el último crédito y sale a la luz oblicua de las seis de la tarde con la mano derecha teñida de un rodo sanguinoliento. Una joker en potencia.
Hurgo en bolso, el tubo del billet había perdido su tapa entre la cartera, los lentes y los cincuenta pesos de rigor.
No soy la versión femenina de Joker, aunque sé algo de tiricia y de las propiedades catárticas de la danza.