lunes, noviembre 4 2024

«Mira si estoy loco por tu amor que en lugar de huir de ti,

te pido ayuda».

Ayer, con la noticia de la muerte de José José se me agolparon muchos recuerdos tanto de infancia como de primera (y quizás única juventud). Viajé al Tehuacán de finales de los años ochenta y principios de los noventa. No tanto a mi casa, en donde mi papá casi siempre tenía puesta música clásica o jazz por una mezcla de exquisitez y esnobismo. Papá casi no ponía José José a menos que estuvieran presentes sus primos, aquellos con los que pasaba horas y horas en jornadas dionisiacas, bebiendo cubas, jaiboles y tequilas. Así que sin saberlo de cierto, desde que yo tenía cinco o seis años, supe que aquella voz (maravillosa) estaba estrechamente ligada al delirio del alcohol, y por añadidura a la fiesta, claro, pero sobre todo al drama. 

No hubo fiesta en donde se escuchara José José, que terminara en franca armonía. O bien las tías peleaban o los tíos lloraban o se intercambiaban papeles, y acababan volando sillas por arriba de sus cabezas. 

Repito: mi papá nuca fue hincha del “El príncipe de la canción”, sin embargo, ayer que entregó el equipo, publicó esto en su Facebook: Los borrachos somos gente decente. Incomprendido, ubicados en el lugar equivocado del universo. Ahogamos –no nuestro sufrimiento– ahogamos el oxígeno que le dejamos a los mediocres para que puedan respirar.  Sometemos nuestros caprichos a la libertad irrestricta de la embriaguez y evaporamos nuestro sentir en el vaho etílico que produce la satisfacción efímera de la inconciencia. Nos atrevemos a ver hacia nuestros adentros, embotados en la valentía fantástica y onírica de la perenne vigilia. Asumimos con terror el día siguiente, pero lo cruzamos con el valor impertérrito de la enmienda, por que pensamos «mañana será otro día”. Por eso, y por muchas cosas más, los borrachos somos gente decente.

(Réquiem a mi amigo de tristezas, José José. 28 de septiembre del 2019).

Conozco a papá y sé, sin condenarlo ni mucho menos juzgarlo, que estas palabras las escribió montado en ese mismo potro que mató a José José. Bendito sea. 

Puede que suene a lugar común, pero estoy segura que gran parte de mi educación sentimental no se la debo ni al jazz ni a las suertes de sibarita que me enseñó mi papá desde que pude caminar y comer y posteriormente leer o escuchar. 

Las grandes obras de la literatura y de la música me han servido, en efecto, como un arma de seducción. Gracias a lo poco o lo mucho que sé he ganado dos o tres batallas, sin embargo, lo que ha amortiguado los golpes que me ha dado la vida (la vida que yo traduzco sin empacho al amor y al desamor) son esas frases lapidarias que aparecen en la música popular. Llámese José Alfredo Jímenez, Juan Gabriel y José José. 

Del primero siempre admiré y se me hace digna de estudio, la capacidad de desprenderse del orgullo de macho y asumir las pérdidas de mujeres, por lo general ingratas, y aún así no hablar (o componer) desde la tripa, sino desde los abismos de la culpa compartida. Por eso José Alfredo era un macho de avanzada. Un bohemio redomado, doblado de víctima y orgulloso de serlo. 

Las canciones de José José, que de hecho las mejores no son de él, sino de Pérez Botija, Manuel Alejandro, Juan Gabriel, etcétera, poseen otra tesitura que van más acorde con la realidad del mexicano que fuimos y que seguimos siendo. De hombres que buscan en sus respectivos pasados la justificación a sus yerros y a sus patologías; que se arrastran, pero poquito (en lo que a la dama se le pasa el coraje), y que a la vez son víctimas al mismo tiempo que victimarios. Amores secretariales, segundos frentes, ligues de barra, desengaños con tintes homosexuales… todos estos males, toda esa aflicción que es purgada o expiada mediante la embriaguez, que no resuelve nada, pero que funciona como un bálsamo momentáneo. 

Yo retomé mi gusto por José José a partir que empecé a salir con un machito que me armaba panchos hasta porque pasaba la mosca. Un amor de esos atormentados que no se pueden dejar porque en el fondo el tormento, la lágrima y la desazón suelen darle sabor a la vida. Recuerdo claramente esas vacaciones de semana santa en las que el disco de los 20 éxitos de “El príncipe” fungía como banda sonora del drama. El tipo era un cínico que se regodeaba en mi pena, cantando “Es que la vida es así, o tú o yo”, es decir: o te aclimatas a mi forma o te aclimueres sola. Una brutalidad ese tedeum del amor, pero así fue y a partir de entonces nunca pude estar con hombres fieles ni con hombres que me pusieran en un altar, ¿por qué? Porque siempre he pensado que al sacralizar a la pareja, esta se vuelve una estatua y a las estatuas se les venera y pocas veces se les toca. 

Ayer, cuando se empezó a esparcir la noticia de la muerte de José José, pensé que en realidad José José llevaba años muerto, o al menos, viviendo en un limbo. Un hombre sin voz, un hombre sin gloria ya, un hombre que se tuvo que retirar, para sobrevivir (que no vivir) sin aquello que tanto lo apasionaba: el alcohol. Cosa que suele ser muy benéfica para quienes rodean al dipsómano, pero no para él, para el enfermo, para el apasionado. 

La opinocracia en redes no tardó en caer en la tentación de invitar a una mega borrachera en homenaje al ídolo. Es muy mexicano pensar que el alcohólico es una figura heroica (lo es en parte), pero olvidamos que el alcohólico es, antes que otra cosa, un personaje trágico. Así José José. 

Hablo con conocimiento de causa. Generaciones de grandes bebedores en la familia me respaldan y confirman mis tesis.

Papá ayer escribió lo que escribió porque siente que se fue uno de su manada, el más grande, y claro, en esas palabras se camufla el miedo de ser el próximo. Como debería de pasarnos a todos aquellos a quienes el alcohol nos subyuga (me incluyo). 

Para terminar, dejo al lector lo que se me vino a la mente en cuanto se dio la noticia: 

Muchas frases de José José retratan mi educación sentimental. Las dos más arraigadas son:

– Esa noche entre sus brazos caí en la trampa (es con la que siempre justifico mi debilidad).

– Me alejaste de todo y ahora dejas que me hunda en el lodo (varios años después de la primera).

José José era un gran, un enorme borracho.
Lo que eclipsa esa descalificación ataviada de elogio: el señor era mejor cantante que dipsómano. La embriaguez fue accesoria.Borrachines vulgares y sin talento hay para aventar al cielo.Pido un aplauso para aquel que entregó el equipo como se debe: destruído, completamente usado y sin chance de remendar.
No fue una mala vida. Todos sabemos quién fue porque cargaba con la bandera de aquellos que no pueden con sus demonios y los ahogan, los ceban en alcohol.
Me incluyo, obvio.Espero entregar así el equipo el día que me vaya.

Epílogo: 

Amar es sufrir, coger es gozar

Y es que todos sabemos coger, pero pocos sabemos amar

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