La censura en tiempos del reguetón (17 años)
por Alejandra Gómez Macchia
No sé por qué siempre que escribo, inevitablemente se manifiesta de una u otra manera el fantasma de mi abuelo materno. ¿Será porque su influencia sobre mí pesa más que todos los otros personajes que le sucedieron?
Les regalo una instantánea:
Mi abuelo era un viejo verde que se ligó a una jovencita a la que le fizo siete hijos.
Esa jovencita, cuando se casó con don señor tenía 15 o 16 años. Él le doblaba la edad.
Vivieron y durmieron juntos más de cincuenta años. Y cuando digo durmieron no es una figuración mía: fue apenas unos meses antes que mi abuelo estirara la pata que mi abuela, cansada del vigor sexual del don, rogó a sus hijos que les separaran la cama.
Huelga decir que ese fue el principio del fin del viejo: murió de tiricia, fantaseando ora con la vecina de 30 que le bajaba su pensión a cambio de guiños rosas, ora con las muchachas que salían de edecanes en los programas de Paco Stanley.
Repito: mi abuela tenía 15 y el señor 30 (o más) cuando se emparejaron.¿Será también que en mi herencia genética quedó marcada la inclinación a los hombres más grandes?
Puede ser, y qué bueno.
Fin de la anécdota.
Recorro el Twitter y noto que es tendencia el hashtag #17años. Averiguo. Se trata de una nueva emboscada de los árbitros de la moral y las buenas costumbres a partir de un tuit lanzado a la mar por un psicólogo… la banda puritana y los guardianes de las braguetas y las entrepiernas millennials se percataron que hay una canción que, según las palabras del terapeuta, hace apología a la pedofilia: 17 años, de Los ángeles azules.
Es innecesario que pierda el tiempo citando la letra de la celebérrima canción ya que estoy segura de que no existe un mexicano que no la haya –por lo menos– bailado sin reparar en ella en una boda o en una graduación.
Serpentinas van y vienen, sombreros cambian de cabeza, el compadre que le mete mano a la comadre, el borrachín que reparte shots en la pista vomita… todos estos recursos acompañan la jocosa tonada. Y cuando digo “por lo menos la han bailado”, es para no atreverme a afirmar que todo el mundo la ha tarareado y ha sacudido el bote y castigado la baldosa acompasados por el pegajoso racarrracarrracarra del güiro y el shht taas tas shhht de las maracas percutidas por las curvilíneas señoras que hacen los coros: “que si esto es el amor, que si esto es el amor”.
Junto con los éxitos de la Sonora Santanera y algunos de La Dinamita, las canciones de los Ángeles azules son imprescindibles en cualquier pachanga. Si bien Juanga fue el pionero en hacer jotear a los más machos en las fiestas, los Ángeles azules obraron el milagro de romper las barreras sociales e hicieron que los más fresas se sacaran la varilla de… la médula ósea y se balancearan alegres con sonidos nativos de los barrios más populacheros de la Ciudad de México, en este caso de Iztapalapa.
Los compositores son seres humanos, por lo tanto, no se libran de expresar emociones, filias y hasta parafilias propias de los humanos. Supongo que entre el catálogo universal de compositores existen depravados, así como existen briagos, drogos, melancólicos, cursis, misóginos, ñoños y locos.
Lo que irrita es que los censores morales pierdan el foco del objeto de su condena.
Esta canción, es verdad, versa sobre el amorío o los devaneos entre una adolescente de 17 y un tipo que no se sabe bien a bien qué horas trae, pero se deja ver que es algo mayor que ella.
La canción data de 1999, año en el cual, por ejemplo, ya se empezaba a escuchar fuerte el rumor de las fechorías de Marcial Maciel y ahí sí todos hicieron mutis. 1999, año en el que cambiaba el siglo y el milenio. Año en el que, por cierto, todo el mundo abrazó la rola como uno de los hits más chidos para deschongarse en la pista.
Antes de esta canción existieron cientos más que hablaban de lo mismo: Rosita Alvírez era Rosita porque seguro estaba chiquita, y el cabrón de Hipólito ha de haber sido un labregón.
Pero remitiéndonos a las rolas que todos los mexicanos hemos bailado sin escudriñar el “mensaje oculto”, está esa maravilla titulada Flor de Capomo, que la tocan hasta los organilleros más inocentes y las bandas de cieguitos en el centro.
Trigueñita hermosa
Linda vas creciendo
Como los capomos
Que se encuentran en la flor
Tú, mi chiquitita
Te ando vacilando
Te ando enamorando
Con grande fervor
Mañana o pasado
Yo voy a tu casa
Tu mamá te ordena
Una silla para mí
Tú, mi chiquitita
Finges no mirarme
Ponte muy contenta
Porque estoy aquí
Este tema da para mucho por la polémica que causa, así como cuando una horda de feministas pidieron cambiar el final de Carmen de Bizet porque era un feminicidio, o como bajar los cuadros de Baltus porque retrataba adolescentes en poses eotizadas.
Bajo ese rasero, la obra de Agustín Lara sería mochada y a Chavela Vargas hubiera quedado manca sin “Piensa en mí”.
Supongo, no sé porqué, que en los tiempos en que mi abuelo se robó a mi abuela una de las canciones más repetidas en la radio era, sin duda, esa que, ¡Uf!, hacía una apología al pecaminoso amor de una adolescente y un hombre mayor que, con premeditación y ventaja cortejaba diciendo estos improperios: “tu párvula boca que siendo tan niña me enseñó a pecar”.
¿Ofensivo, señores?
¿Y el reguetón, queridos e hipersensibles camaradas?