sábado, noviembre 2 2024

Me encerré en casa un poco antes de que nuestro flamante presidente le pidiera a su pueblo (sin estar convencido) que ya no saliera, y lo hice voluntariamente.

Mi hija había enfermado de influenza y estuve cuidándola desde el 3 de marzo.

Desde entonces he salido sólo para lo muy necesario, que en mi caso es casi nada: bajar por cigarros a la farmacia, pasear al perro en los jardines comunitarios del estacionamiento, y para traer comida al súper de pisa y corre.

He llevado una especie de diario optimista del encierro, pero lo que no cuento es que por las mañanas me asalta una prisa histérica por empezar a hacer cosas que planeo desde la noche anterior. ¿Cómo para qué? Si arreglar el closet o lavar los orines del perro en la sala o acomodar por décima vez en el mes la ropa no me genera un centavo, y poco a poco, conforme pasa el día el desastre vuelve y se multiplica.

Ya he hecho todo lo que urgía. Cada tarde me siento frente a la ventana y noto que algo imperceptible cambia; quizás la posición de una planta o que no hay platos en el escurridor.

Me he vuelto sumamente obsesiva con el orden, cuando solía ser muy descuidada. No cumplo con la rutina de ejercicios que proyecté hacer para mantener mis endorfinas activas y no deprimirme. Ustedes no lo saben, pero así como me ven en las redes, tan desparpajada y sonriente, padezco una terrible ansiedad, y esa ansiedad casi siempre la “controlo” con algo que me provoca más ansiedad: fumo desde que abro los ojos.

Siempre me ha gustado verme al espejo. No es que peque de vanidosa; es que me gusta hablarle a esa otra que me ha observado todo el tiempo, pero al revés. No le hablo bonito; por lo general la regaño, la cuestiono, le miento la madre.

Ahora en el encierro he tratado de visitar a esa que dicen que soy yo menos seguido porque prefiero escuchar el ruido, pero sobre todo el silencio de la real. De la que está escribiendo esto.

Mi cuerpo va padeciendo los estragos del calor conforme transcurre la mañana. Eso en otras circunstancias me pondría de pésimo humor, sin embargo ya soy un poco más tolerante. Veo todo desde lo alto, en el piso 22 de un edificio.

La tarde de ayer, por ejemplo, miré atentamente la caída de la lluvia y me di cuenta que la lluvia se ve y se oye distinta desde arriba porque aún no ha roto sus cristales contra el suelo.

Esta es la hora de la melancolía. Mi reloj biológico me ha impuesto las 7 de la tarde como el momento en el que se me agolpa la tensión en la garganta, y ese reloj invisible  me permite sentir miedo o desesperación. A veces también es la hora cuando se me activa el gen del vodka y me dan ganas de beber, pero cosa curiosa: llevo más de un mes encerrada y sólo una borrachera digna de mi hígado entrenado. Antes podía ser bebedora de buró; hoy por una extraña razón me sirvo el vaso y no me lo termino. Mis piernas empiezan a ceder al tercer trago, lo que ha servido para no hincharme… eso es una ventaja.

No me pregunto cuándo terminará esto pues siendo sincera creo que me he acostumbrado a la dinámica. Mi hija no va a la escuela y estoy feliz de tenerla acá, irrumpiendo de pronto junto con la perra para platicar o hacer algunas fotos o ver un video. La escuela siempre fue un problema para mí, desde que yo iba, y luego cuando ella, mi hija, entró. No soy buena para ser su tutora escolar o la sustituta de una maestra (en casa) puesto que mi programa de estudios distaría mucho del que te obliga la SEP. A ella le enseñaría otro tipo de cosas; pondría herramientas en sus manos mucho más agresivas que los números y las fórmulas. Le haría ejercitar su memoria histórica con libros que sí cuenten la verdad. La pondría a escuchar toda la música que a mí me gusta y creo que con eso tendría para defenderse en la vida como lo he hecho yo.

Mi educación sería sobre todo una educación sentimental y orgánica. Yo me quedé en las divisiones y a duras penas sé multiplicar, y no me ha hecho falta el álgebra ni mucho menos las extrañas lecciones de educación cívica que aprenden en la prepa.

Digamos que el encierro me devolvió a un estado más básico, aunque más profundo a la vez. Y regresando al momento en el que me hablo como loquita en el espejo; no hay un día en el que no se me revuelva el estómago al pensar que quizás, por una suerte de mala suerte o de destino, esa imagen podría desaparecer para siempre dentro y fuera del espejo.

No temo a la muerte, lo que temo es asumir que he llegado tarde a casi todo lo que amo.

Sólo la muerte llega puntual, a tiempo. Nunca en el mejor momento, y te arranca de tajo con todo y la raíz. Por eso no me permito pasar una jornada en cama, no dejo de levantarme antes de que salga el sol para poder ver ese espectáculo.

Es la primera vez en mi vida que me dolería morir, porque paradójicamente en esta nueva soledad que llegó para quedarse, he logrado reconciliarme con la del espejo… aunque esté despeinada, aunque no se bañe, aunque se ponga pesimista a las siete de la noche, aunque los demás (aquellos que le importan) no la vean, no le llamen, no la entiendan.

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Dorsia Staff

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