La era de los Coaches espiritulales (el arte de barrer el corral)
por Alejandra Gómez Macchia
Ni la salud, ni el dinero, ni el amor, mucho menos el talento o la inteligencia se transmiten por contagio.
Mucho menos por “decretarlo”.
El verbo decretar se puso muy de moda con la irrupción de los así llamados “coachs”, que son, como su nombre presume, una especia de consejero o guía o gurú que ofrece sus servicios de iluminado a cambio de no pocos pesos.
La primera vez que escuché que decretando pensamientos las cosas vienen a ti, fue en una reunión muy mona que se dio en el jardín de una amiga que vivía en un club de golf En dicha reunión se sirvieron exquisitas viandas, hubo buen chisme previo sobre la última pécora que huyó con su amante, para luego darle la bienvenida a un cuarentón farsante que prometía cambiar las miserables vidas de todas las congregadas con el poder de su verbo, su visión de trascendido y su seductor aspecto de Sean Connery región 4.
Yo para ese tiempo convivía con una persona (que era mi marido) bastante metido en temas de astronomía y ciencia. Habíamos visto juntos el documental El Secreto, en el que se vendían las teorías de la física cuántica como papitas fritas; algo así como quarks, entropía y ley de la atracción para dummies. Huelga decir que el documental nos pareció la mayor chaqueta que se haya producido ese año, pero bueno, estábamos en la reunión de la casa de mi vecina…
¿Porqué fui? Porque la verdad servían estupendas mimosas y me encanta el chisme: quería enterarme si la vecina cubana seguía tirándose al jardinero o si el alemán de junto ya había corrido a su mujer alemana para meter a vivir ahí a su secretaria, etcétera.
El caso es que llegó el invitado de honor y vi cómo de inmediato las amigas de mi vecina se instalaron en sus respectivos espejos para echarse una manita de gato. Desaparecieron las jorobas y apagaron sus cigarros extralargos.
El fulano era un “coach” que fungía de mistagogo de esposas desesperadas y burguesas. Llevaba un séquito de efebos muy galanes que le cargaban cajas con sus libros y otras chucherías para vender.
Recuerdo que el fulano usaba mucho los términos “atracción”, “decreto”, “compasión”, “despertar”, “paradigma” y “empatía”.
Estoy hablando que esto sucedió hace casi 18 años, así que no se usaban tanto los términos “empoderamiento”, “sororidad”, ni mucho menos lo de “amigues” o el “todes” y esas aberraciones del lenguaje.
No hubo una sola señora que le cuestionara algo al coach. Todas estaban excitadísimas y asentían a cada una de las frases hechas que profería el sujeto mientras, estoy segura, sus pantaletas se humedecían más que sus ojos (sí, muchas lloraron, más cuando las puso a hacer una especie de constelación (otra farsa de los trascendidos), y cada una enseñó sin recato su lado oscuro).
Mientras todo transcurría, yo me daba vuelo con la champaña y las tostas de bonito, pensando siempre en esas pobres almas que estaban a punto de endosarle su alma a un impostor, mezcla rara entre Jodorowski, Walter Mercado y Sean Connery de Petatiux.
Sean, así llamaré al ciudadano, poseía una articulación verbal impresionante, sin muletillas, sin pausas. Hablaba como si tuviera un telepromter injertado en algún pulcro agujero de su anatomía. Puros lugares comunes sobre el bien, sobre “somos lo que pensamos” etcétera.
El punto culminante llegó cuando Sean comenzó a repetir que lo suyo era una actitud “positivista”. Fue entonces cuando delicadamente –limpiándome las migajas de pan rústico austriaco con bonito de la boca y no sin apurar mi última mimosa al mejor estilo Liz Taylor– levanté mi mano y le dije: oiga, maestro, nos puede usted explicar la diferencia que hay entre tener un pensamiento positivo y ser positivista.
Todas voltearon a verme, inquisidoras, como si quisieran ponerme frente al paredón del fusilamiento por atreverme a interrumpir la fabulosa cátedra del gurú.
Sean dio dos pasos adelante, se aclaró la garganta y simplemente dijo que ser positivo y ser positivista era lo mismo.
OOOOKEYYYY, dije (y Auguste Comte se revolcó en su tumba cuando salió disparado el corcho de una nueva botella).
Con eso tuve para echarme a reír y volver a mis asuntos, es decir, empacarme ahora las fresas con chocolatina que rebosaban en la mesa del coffe break.
No quise entrar en polémica con Sean pues se me hizo de pésimo gusto ir a defecar en la alfombra de la amiga que me había invitado a almorzar opíparamente.
Decidí guardar silencio y quedarme a observar el final del espectáculo y, sobre todo, ser testigo de cuál de ellas iba a ser la próxima en invitar al coach a predicar a su casa previa promesa de que habría, como se dio en esa ocasión, un “happy ending”, es decir, una barrida de corral a la anfitriona.
No sé qué habrá sido del coach compasivo pues evidentemente no me volvieron a invitar a sus reuniones. Supongo que después de un tiempo, otra dilecta miembro del club de las postivistas descubrió una nueva doctrina y mandaron a Sean por las cocas, eso sí, con sus bolsillos llenos de dinero.
Lo último que supe de ese grupo de damas fue que dos de ellas se metieron a la secta NEXIVM, liderada por Keith Raniere y cuyos embajadores en México eran nada más y nada menos que el hijo de Salinas y las hijas de Junco de la Vega.
Hace un par de semanas, cuando vi que Raniere fue sentenciado a chorroscientos años de cárcel (por las dudas de que reencarne), busqué entrevistas de las víctimas y en ninguna de ellas aparecían las positivistas de Atlixco, a quienes por cierto, de poco o nada les ha servido tantos años de adiestramiento en el arte de la ascensión y el decreto, pues que yo sepa siguen tomando Tafil para dormir, otra pasta para despertar, una se quedó en la ruina después de denunciar a su marido por ser un vendedor estrella de facturas, y casi todas continúan levitando y buscando nuevos ritos de prosperidad sin que sus decretos impidan que los maridos tengan bellas y jóvenes amantes o que los hijos no sean los parásitos más grandes del pueblo, pero eso sí, entre los parásitos, y gracias al coucheo, ahora son parásitos “extraordinarios”.
¡Gratitud!