Por Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Vi de cerca cientos de veces a Rafael Moreno Valle.
La primera vez fue un día que acompañó a su esposa, Martha Erika, a mi negocio de cerámica. Él no se bajó de la camioneta. La esperó ahí dentro hablando por el celular; o mejor dicho, por su radio. Eran tiempos del BlackBerry.
Martha entró al taller sonriendo y con una bolsa de estraza en la mano. De la bolsa sacó una escultura. Era una especie de cenicero que emulaba las esferas de Magritte. Las esferas estaban desfasadas, unidas en un punto “imposible” y yo juré que no lograrían sobrevivir a la quema. Me las entregó, encargándomelas mucho (a veces el barro se pega al horno cuando lleva demasiado esmalte). Es una pieza para mi cuñada, dijo. Yo no sabía que su cuñada se llamaba Gaby ni que era pareja de Fernando Manzanilla.
Es una pieza complicada, dije; por la posición de las esferas podría ser que el esmalte las venza y se queden pegadas al horno, pero le meteré varias calzas con clavos para que aguanten.
Años más tarde, cuando Martha ya habitaba Casa Puebla (por primera vez), recordamos el pasaje de la pieza de cerámica que, por cierto, salió perfecta del horno y fue, según yo, a parar a las manos de su cuñada. Pocos saben que Martha Erika pintaba. Era buena con el pincel. Cuando podía se reunía con su mamá y otras señoras en el taller que doña Martha montó en algún lugar de La Calera: un estudio lleno de polvo de barro y olor a solventes.
Dentro de ese estudio, el profesor Bernardo Arcos les enseñaba a las mujeres a levantar figuras del fango. Yo fui muchas veces a las clases. Doña Martha me convidó de esa actividad en cuanto supo que pasaba por un colapso familiar. Me invitó también a meditar en su salón de Tao.
Así pues, la tarde que Martha Erika llevó las esferas fue la primera vez que vi a su esposo manoteando muy enérgico desde su camioneta. Con un rostro severo. Más que severo, decía yo, mamón.
No tenía la menor idea de que aquel hombre era un senador.
En esa época me importaba un bledo la política. Sólo sabía que mi estado estaba gobernado por un fulanito impresentable al que apodaban el Góber precioso.
Nunca imaginé que tres años más tarde estaría —de una u otra manera— ligada a Martha y a su esposo, porque yo —que en el pasado fui una jipi que jugaba con barro— iba a convertirme en escritora y trabajaría en un periódico.
En Sexenio Puebla volví a encontrarme con Martha Erika y su mamá; ya no en el taller de escultura, sino en eventos políticos. Martha Erika había cambiado desde entonces. Era ya la presidenta del DIF estatal, y estar en el DIF no es vivir un sueño rosa. Encabezar esa dependencia significa convivir de frente con el dolor y las carencias de la gente. No se puede no cambiar cuando diariamente ves a niños solos o niños abandonados o maltratados. Martha Erika había cambiado, claro…
A partir de ese año (2010) fui viendo de cerca a la pareja.
“El esposo de Martha”, como solía llamarlo cuando yo era una jipi, se volvió Moreno Valle, el gobernador: un hombre al que, como buen personaje shakesperano, se le odiaba o se le amaba. Por azares del destino me tocó participar del lado de la gente que lo ponderaba, que lo veía como el gran transformador de una Puebla ruinosa. La Puebla aldeana y polvorienta de Marín. Yo tenía mis reservas sobre esa opinión. Nunca he confiado ciegamente en un político porque sé que su amistad dura lo que dura su periodo en el poder. Siempre incrédula, guardaba mis opiniones y escuchaba a los críticos del morenovallismo que condenaban sus formas. De autoritario no lo bajaban. De dictador, de rudo, de intratable, de megalómano.
Erre (como se referían a él en las conversaciones de WhatsApp), fue un tecnócrata astuto. Moreno Valle no bailaba con los chivos en las fiestas de matanza del mole de caderas ni le encantaba andar por la vida con adornos florales en la cabeza. Se sentía ridículo, y eso no le gustaba a la gente. Fue priista y aprendió a operar en el PRI, pero no adoptó ciertas formas socarronas del partidazo, del bullanguero que come con los dedos, del gobernador que “mata la tarde” bebiendo Magno en un restaurante de Acamayas. Rafael seguía otra ruta: la de la disciplina extrema y la de contrapuntear y poner a competir a su gente, pero sin develarles por completo sus secretos. Rafael creó entonces un ejército de papel que a la postre se desmoronaría.
Se escuchaban por ahí rumores que pasaban de lo sublime a lo ridículo, como que no dormía, que era una especie de vampiro, que se metía en una cápsula hiperbárica para recargarse, y mientras tanto, su fortuna crecía y crecía.
Yo sólo lo veía en las comidas y en las cenas que ofrecía a los medios de comunicación, y como jamás he abandonado del todo mi condición de jipi, los políticos no me paralizan. Soy hasta descortés. Tengo repelente a los protocolos, y por lo mismo, en cada evento que veía a Moreno Valle —y a sus secretarios— los miraba con desconfianza. Todos tan sospechosamente bien peinados. Todos ataviados impecablemente con trajes italianos, caminando desde la estatura uniforme que dan un par de Ferragamos. Qué lejos estaban los morenovallistas del político mexicano que se palmea la espalda o la barriga con los mortales. Los morenovallistas no tenían barriga, y si la tenían, no la presumían o la hacían desaperecer en el ginmasio o en la plancha. Las formas del morenovallismo eran pedantescas y frívolas a los ojos de sus detractores. Las formas del harvadiano, del apóstol del Trinity College, pero con nostalgia jamaicona.
Para mí era un trance surrealista estar ahí, tan cerca, viendo cómo cuando Rafael se acercaba, ponía a temblar hasta al más bravucón de los periodistas o al empresario más encumbrado. ¡No jodan!, decía yo en la mesa, si el señor es un mortal como tú y como yo… no un semidios.
La primera ocasión que me tocó ir a una de esas cenas, le dije a mi acompañante: “ni creas que me voy a parar cuando se acerque el gobernador a la mesa. ¿Por qué lo haría? Si te gustan los protocolos, yo sigo los de la corte decimonónica inglesa: los caballeros se agachan a saludar a las damas. No al revés”.
Cuando tuve enfrente a Moreno Valle no pude sostener mis dichos porque la presión de los demás me obligó a levantarme. Luego, creo, me emborraché por faltar a mi espíritu rebelde.
El poder es así: seductor. Es un perfume que subyuga.
•••
Hace un año, cuando vi la noticia en Twitter, no lo podía creer.
No podía creer que esos dos personajes tan cercanos (tan lejanos) hubieran terminado su vida de una forma tan trágica y en un contexto tan desafortunado. En una fecha por demás imprudente.
Meses antes del fatídico 24 de diciembre del 2018, volví a ver muchas veces a Martha Erika, ahora en un posición mucho más compleja que en los seis años anteriores: con un proceso electoral desgastante a cuestas, del que increíblemente salió victoriosa.
Pese a los tiempos aciagos, lo logró. ¿Cómo lo consiguió?, cada quién tiene su versión.
Martha Erika Alonso volvió a sufrir una metamorfosis el 14 de diciembre. Estaba despojada del cansancio de meses de incertidumbre en el que, cuentan, Rafael presionaba obsesivamente, poseído por la sed de perpetuarse.
“La señora”, como todos la llamaban tras bambalinas, apareció en el Auditorio de la Reforma con un tono conciliador. Con un aire renovado. Su discurso no era la prolongación del discurso del ora senador, o al menos esa fue la estrategia.
Los Moreno Valle no fueron un matrimonio promedio. Los matrimonios promedio truenan bajo presión. Los matrimonios promedio se apuñalan en la sombra. Se exhiben en la mesa. Se contrapuntean a la menor provocación. Lo suyo tal vez no era siquiera un matrimonio, sino era una buena alianza. Una alianza que parecían compartir con sus más allegados, aunque el tiempo dejó en claro que no: que el morenovallismo era una nuez hueca, un castillo de naipes que colapsó al ser tocado por dos aspas precipitandose al vacío en un campo de cultivo.
Los Moreno Valle-Alonso fueron como esas esferas unidas en un punto imposible que un día Martha Erika me llevó al taller de cerámica. Juntos eran unidad, pero al momento de caer, todo a su alrededor quedó pulverizado.
Que descansen en Paz.