La fiesta imaginaria
por Alejandra Gómez Macchia
Cuando quiero volver el tiempo atrás, miro fotografías.
Cada año me propongo hacer una gran pachanga para festejarme el 24 de septiembre, día en el que nací.
Durante los meses previos visualizo el jardín o simplemente la mesa: llena de comida, de cristales y alcohol. Planeo qué música voy a poner; imagino el baile y recreo algunas conversaciones que podrían darse con equis invitado.
En mi mesa de festejo imaginaria abundarían los hombres. No soy de muchas amigas, no amo a muchas mujeres, por eso sé qué sitio ocuparía tal o cual personaje.
Sé también quién se retiraría temprano, quién llegaría con un espléndido regalo, quién lloraría, quién recordaría viejos agravios.
Preparo todo en mi mente. Me emociono con la idea de un vestido nuevo, con cambiarme la forma de peinar mi cabello.
Los planes suenan magníficos y los comparto con aquellos a quienes habría de invitar. Escribo la lista, tomo precauciones sobre el clima. Siempre llueve en mi cumpleaños, llueve a cántaros.
Cuando era niña me emocionaba igual hacer este tipo de fiestas, sólo que, al contrario de ahora, mi madre sí las llevaba a cabo.
Invitaba a mis amigos en sábado, aunque el 24 cayera en martes. De hecho, cuando aun no tenía muy claro que el tiempo es aquello que hace caminar a un reloj, solía decir: mi cumpleaños es el sábado 24 de septiembre. Así ha sido siempre y así seguirá siendo. Este año el 24 fue viernes, sin embargo, en mi proyección de festejo lo situaba en sábado.
Me gustan los sábados como me gusta el vodka, el rock y el sonido del agua al caer.
Cada año, cuando está próxima la fecha, busco imágenes que me recuerden lo más triste y lo más feliz, para ubicarme en un punto intermedio.
Creo que en ese estado he encontrado la mejor manera de hallar equilibrio, pero al volver la vista atrás siento como si viviera en una víspera permanente.
No sé qué espero, no sé qué quiero hacer conmigo el resto de la vida.
He tenido un déficit de planes concretos, he apostado todas mis canicas muy pocas veces, y cuando al fin he creído que estoy en mi elemento, manos ajenas me han sacado a empellones a la más fría intemperie.
Por eso veo las fotos del año anterior o de hace un par de años o de diez años atrás, y lo que observo es la repetición del mismo evento: una mujer en espera de algo que posiblemente no llegue jamás.
A veces más gorda, a veces más flaca, a veces más rubia o morena.
Siempre distinta, pero igual. Con una sonrisa aparentemente pletórica, pero más cerca de la tenebra que de la luz.
Este año volví a incumplir mi promesa de festejar por lo alto la vida. Me quedé con la escenografía mental de una fiesta que no pude organizar. Las cajas de vino se tomarán solas en los días próximos y la música seguirá sonando tan campante.
Cada año antepongo un pretexto para desinvitar a los convidados: el frío, la lluvia, un viaje… el año pasado, por ejemplo, la excusa fue la exigencia del distanciamiento social.
En noviembre, cuando caí enferma, pensé que no llagaría al otoño y me arrepentí de no haber llevado a cabo mis sábados de gloria personal.
Ahora soy un año mayor y quizás pocos lo noten.
Tengo nuevos amigos que no vienen con fecha de caducidad.
Vivo en una casa linda de la que nadie me va a sacar.
No le temo tanto al desgaste del número sino a la resequedad interna.
No al ácido del tiempo, sino a su vía de administración.
Puedo decir, sin temor a equivocarme, que este año que concluí fue el más telúrico, el más confuso, a ratos el más desgraciado.
Muchas cosas se quedaron en suspenso y mi incipiente fe se quedó conectada en una unidad de cuidados intensivos.
Hace unos días un entrañable amigo del norte me soltó dos o tres verdades a rajatabla, que debo creer debido a su experiencia y esa visión que sólo los exiliados del mundo poseen.
Debo acostumbrarme a la idea que hay cosas que la vida no perdona; fórmulas sociales que colapsan con mi naturaleza. La libertad del alma es un crimen que se paga a réditos exponenciales.
Por eso conforme se fue acercando la fecha de mi cumpleaños reculé en mi intentona de festejar como si fuera el último. No lo será.
Finalmente, la vida es eso que pasa mientras la música suena y los libros nos arranquen de la silla donde se leen.
Ya quienes quieran unirse al convite serán bienvenidos.
La fecha es sólo un número y los números ejercen siempre algo de presión.
Y mientras escribo esto tomo una nueva fotografía que dentro de un año observaré desde otra posición que el tiempo hará ajena, difusa, irreal.