La humillación de Peña Nieto y la llegada del Huey Tlatoani
Como casi todos, seguí puntualmente la transmisión la ceremonia de investidura de AMLO.
Desde que salió de su casa en el celebérrimo y modesto Jetta blanco, hasta que dio su discurso en el zócalo.
Antes, lo he dicho muchas veces, creía ciegamente en lo que decía. Ahora soy una incrédula, sin embargo, lo que pasó el sábado es algo que genera en mí (como supongo que en mucha gente) sentimientos encontrados.
Estamos frente a un fenómeno de masas. Nos está tocando vivir un momento histórico importantísimo. El parteaguas: ¿será que este señor pueda cumplir lo que promete? ¿Será posible que dentro de la mar de infamias logre rescatar algo de la dignidad que hemos perdido?
López Obrador ha sido un político persistente y constante. Obstinado como violín de milonga.
Ha perdido la paciencia a ratos y ha oscilado entre la insensatez y la serenidad. Su discurso no cambió nunca durante sus campañas, sólo varió el tono. Matizó sus fobias y hoy se muestra hasta conciliador con quienes lo defenestraron en el pasado.
Verlo entrar al San Lázaro fue un shock. Una mezcla de júbilo y temor. De incredulidad y azoro. Lo logró: el peje lo consiguió. Fue un terco profesional (como se debe de ser cuando se anhela algo), y ahí estaba, recibiendo de manos de Peña Nieto la banda presidencial. La de a de veras; no la que se puso hace doce años cuando Calderón le robó la elección.
Alzó el brazo a la altura del pecho y juró no fallarle al pueblo con la misma mano que levantó hace doce años en un simulacro. AMLO entonces estaba furioso, dolido, herido de muerte.
Ahora está más vivo que nunca. El poder obra milagros en los cuerpos de quien lo detenta.
¡Vaya humillación pública que le propinó a Peña con su discurso!, pero antes de eso, le agradeció no haber interferido en la elección. Le agradeció y luego lo madreó. Como una pareja que recién se divorcia: se agradecen hipócritamente el martirio de haber cohabitado en el mismo espacio, pero luego viene la tormenta. Los escupitajos y las patadas.
Ya con su banda puesta, AMLO lanzó los dardos envenenados mientras Peña Nieto, ese animal moribundo, parecía no percatarse de la arremetida en su contra. La diatriba anti neoliberalismo no era tanto contra el neoliberalismo, sino contra sus actores, y Peña era el más próximo. El “crash-dummie” que es impulsado hacia el volante para hacerse pedazos con las bolsas de aire.
Era el momento de hacerlo: la humillación jamás sabe tan bien como cuando se da en plena plaza pública y con testigos que voltean a todos lados ruborizados por ser parte del patético espectáculo.
En este caso, el humillado tuvo que aguantar estoicamente la madriza. Tuvo que ponerse en “off” para no salir corriendo a llorar su noche triste.
AMLO ha dicho que no es un hombre de odios ni de venganzas. Quizás no lo sea superficialmente, pero como buen político que se criara en el PRI, conoce a la perfección el oficio de enmascarar la perversidad con la careta de la diplomacia.
Muchos gozaron el momento. Los odiadores profesionales de las redes sociales hicieron leña del hombre caído. Salieron los memes. Peña fue el patiño, el bufón ideal de los mexicanos durante seis años, no porque haya sido “el peor de todos”, sino porque le tocó inaugurar la era en la que las redes sociales se convirtieron en el tribunal instantáneo de los justicieros. Imaginemos cómo le hubiera ido a Díaz Ordaz o a Salinas si en aquellos tiempos hubiera existido Twitter.
Ahora le toca a AMLO lidiar con arbitraje moral de los resentidos y los puros, y también de los que hablan con la razón en el teclado.
Sí… Peña Nieto se fue en medio de un silencio pasmoso, obsceno. Me recordó al “Hombre acabado” de Giovanni Papini.
Se retiró a sus habitaciones con el número 43 tatuado en la frente como si fuera una especie de Letra Escarlata. Sólo que Peña Nieto no fue acusado de puta, sino de cosas más graves: no de crímenes del corazón, sino de crímenes de Estado.
En cambio AMLO llega rodeado de algo que si se pierde será catastrófico: AMLO ha llenado de ilusión a millones de personas.
La ilusión es un estado de gracia que, de extraviarse, convierte al ilusionado en un pobre iluso.
Esa ilusión se coronó cuando representantes de los pueblos indígenas le pusieron en las manos el Bastón de Mando.
¿Qué siente un hombre dentro de sí al ser el recipiente de tantas ilusiones vivas?
Supongo que la carga es densísima.
Ese bastón que para muchos no es más que un palo constelado en plumas, tiene un significado ulterior; es, como decía Agustín Lara, “un nomeolvides convertido en flor”.
Al recibirlo se notaba un gesto grave en el rostro del presidente, y no es para menos, ya que ahora ha ocupado el lugar del Huey Tlatoani de este reino en ruinas.
Mientras todo esto pasaba, pensé que no hay una forma más eficaz de fracasar que dejando solo al líder. Por eso más nos vale desearle a AMLO que en vez de infierno se encuentre gloria.
¡Suerte, presidente!
La va a necesitar.
La vamos a necesitar.