El elefante en la habitación
Por Hugo Manlio Huerta
Todos saben que la expresión “el elefante en la habitación” hace referencia tanto a una verdad que es ignorada a pesar de ser exageradamente obvia, como a un problema tan grande y evidente que es imposible seguir evitándolo; requiriéndose en ambos casos un gran esfuerzo inconsciente de todos los presentes, incapaces de resolverlo o convencidos de que las consecuencias de sacarlo a colación serían devastadoras.
Entre abogados hay un chiste muy conocido. Aburrido en su oficina, un magistrado se cuestiona en un momento de inspiración si hacerle el amor a su asistente, es trabajo o placer. Dudoso, manda traer al secretario de acuerdos y le hace la misma pregunta. Sin saber la respuesta, el diligente funcionario le pide unos minutos y sale corriendo a la oficina de uno de los proyectistas, a quien interroga en el mismo sentido. Indeciso, el proyectista le sugiere buscar al licenciado que le auxilia y lo encuentran en el escritorio del fondo, detrás de una pila de expedientes y tundiendo el teclado a toda velocidad. Ante la pregunta, el abogado no duda ni un segundo y sin voltear siquiera a verlos, responde con enfado que es placer. ¿Cómo sabes? le pregunta incrédulo el secretario de acuerdos. Porque si fuera trabajo, me la estaría cogiendo yo, remata el hombre.
Al igual que la frase paquidérmica, este chascarrillo resume en forma metafórica la situación generalizada del poder judicial en todo el país.
Magistrados y jueces que socializan mucho, trabajan poco (menos de seis horas al día en varios tribunales) y se aprovechan de su posición para ingresar a sus amantes, esposas, hijos y demás familiares en la nómina o incurrir en otros actos de corrupción como tráfico de influencias, cohecho o litigar por interpósita persona los asuntos que ellos mismos se encargarán de resolver, comprometiendo sin pudor la imparcialidad de la Justicia. Mientras, las cargas de trabajo se distribuyen en una relación inversamente proporcional (a mayor rango menor carga), lo que se ha vuelto preocupante por la razón de que entre quienes deben orientar y firmar los proyectos, cada día son más los que, al no entender a plenitud los asuntos, prefieren no revisarlos a fondo y firman sin corregirlos.
De ahí que la iniciativa de reforma judicial preparada desde la Suprema Corte se centre en cerrarle espacios a la corrupción y un eventual rediseño institucional, que permita mejorar aspectos estrictamente técnicos, para mejorar el funcionamiento de la maquinaria judicial.
Destacan la cimentación de un sistema de precedentes obligatorios, la simplificación del procedimiento para emitir una declaratoria de inconstitucionalidad a partir de las sentencias de amparo, la ampliación del listado de las instituciones con legitimación para interponer controversias constitucionales, el fortalecimiento de la carrera judicial, el mejoramiento de la defensoría pública, una mayor independencia del Consejo de la Judicatura y la creación de tribunales colegiados de apelación, entre otros aspectos.
No obstante, el verdadero problema de la administración e impartición de Justicia en este país, peligrosamente harto de la violencia generalizada y el cinismo de sus autoridades, se halla en los poderes judiciales locales.
Concretamente en Puebla, desde la reforma constitucional de 1994 se ha puesto en la mesa la necesidad de una reforma judicial estructural a fondo, que fortalezca la autonomía del poder judicial, atienda con rigor técnico los excesos y las deficiencias que desequilibran a una judicatura anquilosada, y cierre los espacios a la corrupción rampante, nunca antes como hoy sucede.
Sin embargo al final sólo ha quedado el elefante en la habitación, con una agravante: que además de ignorar el problema, se ha caminado en sentido inverso, comprometiendo la autonomía y viabilidad del poder judicial, al grado de haberse permitido durante el Morenovallismo el arribo a la judicatura de una serie de personajes neófitos y legos, en agravio de juristas y juzgadores de carrera, y reducido a los presidentes del Tribunal Superior a simples secretarios de justicia del gobernador en turno, dispuestos a mimetizarse y acatar cualquier instrucción. Lo que por sí sólo explica la reticencia de antaño a abrirle las puertas a personajes con carácter y tamaños para ver el elefante, ponerse a limpiar la maquinaria y elevar la Justicia a nuevos niveles, algo con lo que la mayoría al interior y exterior de este poder, concuerda y anhela.
Una verdadera transformación de la Justicia en Puebla requiere depurar el poder judicial con seriedad antes que cederlo al nuevo grupo político en el poder, debe ser progresiva y no regresiva, estar dispuesta a modificar radicalmente su integración, eliminar privilegios y generar tribunales cercanos, expeditos y eficientes.
Para lograr lo anterior no bastan los ajustes de una reforma gradualista, propia del pensamiento liberal. Se requiere una reforma transformadora de gran calado, con un andamiaje incluso refundacional, que permita rescatar a la Justicia poblana del pasado en que se encuentra y dotarla con mejores elementos organizacionales y recursos suficientes, de modo que recupere su autonomía y pueda asumir nuevas responsabilidades constitucionales, como la integración de los tribunales laborales.
Como subconsejero jurídico, me tocó participar en el esbozo de un proyecto integral, para garantizar la independencia presupuestal, determinar plazos en los cargos de los magistrados y conformar una sala constitucional para resolver acciones y controversias domésticas, sin demérito de otros cambios necesarios que se vienen trabajando al interior de la judicatura, pero objetivamente conscientes de que la dirección del proceso no puede dejarse en manos de quienes sean parte del problema, así como un paciente no se opera a sí mismo.
A lo esbozado, falta sumar una redefinición de los tribunales de alzada o apelación, el reforzamiento de la defensoría pública, la estructuración del control de constitucionalidad local, la mejora del proceso de designación de magistrados mediante la obligación de justificar y transparentar el merecimiento en cada caso y la vinculación directa con el Tribunal de Justicia Administrativa para permitir la revisión de sus resoluciones definitivas por el Tribunal Superior cuando sean impugnadas por las autoridades, derivado de la reforma del 29 de enero de 2016 a la fracción III del artículo 104 constitucional.
En cuanto al fortalecimiento de la carrera judicial, ello debe abordarse desde una posición razonablemente abierta, para permitir el acceso de cualquier persona calificada que, independientemente de su origen, reúna las condiciones necesarias y aspire a realizar labores judiciales de forma seria y comprometida. Al respecto, está probado que limitar el ingreso a procedimientos cerrados es un desatino, no solo por creer que es posible monopolizar y uniformizar la impartición de justicia, sino también por perpetuar un hermetismo gremial que menosprecia y ve con extrañeza a cualquier persona ajena a la familia judicial, lo que deviene en sustrato del actual nepotismo al interior de este poder.
Seguramente muchos abogados y abogadas coincidirán de manera general conmigo, en tanto que algunos más tendrán en mente otros cambios necesarios. De cualquier forma, el elefante sigue en la habitación y aunque el gobernador lo mencionó con claridad al acudir el pasado mes de diciembre al Tribunal Superior de Justicia, aún no se ven avances concretos para empezar a resolver el problema, pues ni siquiera se tiene claridad sobre quién habrá de guiar la nave a buen puerto.
Cabe entonces preguntar si se atreverán a hacerlo o al final sólo nos quedaremos con una reforma light, enana o gatopardista, lo que sería más devastador aún que no hacer nada, debido al hartazgo de una sociedad que tal vez descubra pronto que el sistema de justicia es el talón de Aquiles del estado mexicano.