La mentira como una de las bellas artes
Tala/ Alejandra Gómez Macchia
«La mentira es una forma de talento»
Cioran
A la memoria de mi abuelo Carlos Macchia,
el más feliz de los mentirosos.
Se puede mentir en todo, y siempre habrá gente que nos crea.
Podemos falsear información con tanta gracia, que los otros no perciben bien el doble fondo.
El arte del engaño es un arte añejo. Y no todos los que se creen artistas de la mentira pueden coronarse.
Hay artesanos del escarnio; esos son vulgares que no pasarán más allá del polvo.
Mediante engaños e intrigas se han librado guerras, se han desecho honras, se han, también, ganado campañas.
El hombre cuando bebe miente, aunque beba agua.
Hay gente que es feliz porque le mienten. Y hay gente que miente con la verdad.
La farsa nos acompaña día a día. En determinada circunstancia, frente al olor del peligro o la amenaza, ¿quién no ha echado mano de una máscara?
La mentira es parte intrínseca de nuestra educación sentimental.
Un niño aprende a impostar sentimientos desde que su madre o su padre le piden que no llore, que se aguante; entonces la criatura cambia de humor de una forma antinatural, empujado por el inminente riesgo de ser castigado al atreverse a ser él mismo (que es el peor de los delitos); lo que nos vulnera y nos coloca en la posición de víctimas.
Uno nunca para de mentir a lo largo de su existencia, pero hay de mentiras a mentiras. No “buenas o malas”, simplemente mentiras complejas y mentiras simples.
Mentiras cuyas consecuencias resultan desastrosas y mentiras que hacen más llevadera la cosa. Éste último grupo de infundios son históricamente conocidos como “mentiras piadosas”.
Las mentiras piadosas son aquellas que uno cree que blindan al otro, al engañado, del sufrimiento.
Las mentiras piadosas son las encargadas de preservar uno de los más grandes baluartes de los que el ser humano se vale para no morir de descontento: la ilusión.
La palabra ilusión (que aparece en todas las lenguas románticas y en algunas con un elemento romántico, como el inglés) se deriva directamente del latín illusio, sustantivo procedente del verbo illudere, cuya forma simple es ludere, derivado a su vez de ludus, que quiere decir “juego”.
Illudere es jugar, divertirse con algo, pero su sentido fuerte es bromear, burlarse, ridiculizar; a veces, estropear o destruir. Illusio es burla, escarnio (….) engaño”.
La ilusión perturba la razón, pero es al mismo tiempo bálsamo y placebo.
Lo que vemos no es. Lo que somos no está ahí. Nosotros mismos somos parte de una ilusión.
Ilusionarse es ser cliente de la mentira, o no: también puede ser un elemento que restituye, que salva, que nos vacuna.
La ilusión está hasta cierto punto emparentada con la inocencia. Los niños son ilusionados por naturaleza, eso los hace buenos y felices.
Los niños no son ilusos; el iluso es aquel que a pesar de saberse engañado sigue aferrado al juego.
El iluso está más cercano a la tontería que a la inocencia.
En política, el pueblo se ilusiona con el proyecto de determinado personaje; confía, se crea expectativas y fabrica escenarios POSIBLES. Lo que se tuerce en ese ejercicio es cuando el político plantea cosas irrealizables con el afán de evidenciar y abusar de la estupidez que lo circunda, y si la gente cree ciega en sus dichos previamente maquinados en los alambiques de la farsa, es que es ilusa, es decir, tonta e ignorante.
En su Comedia Humana, Honré de Balzac nos presenta a Lucien de Rubempré: un joven poeta provinciano que viaja a París con la ilusión de consagrarse en el mundillo intelectual de su tiempo. ¿Qué pasa cuando se enfrenta a la realidad de la industria editorial parisina? Vira el timón y cambia el rumbo, y lo hace por una suerte de vanidad, pues en el tránsito de su fracaso conoce lo que es el lujo, el hedonismo y el periodismo cultural (que no es precisamente buena literatura, pero es mucho más redituable, y en este caso particular más innoble).
Por el lado sentimental, Rubempré se hace ilusiones con Madame Bargeton, de quien se enamora como un loco. Ella le alimenta la ilusión mediante un arma infalible: la lujuria. Luego, como es de esperarse, le retira el beneficio de “sus favores” y el muchacho pasa de ser un ilusionado a un pobre iluso.
El sexo es una de las más grandes ilusiones a las que se aferra el hombre para sentirse vivo y poderoso. En ese tenor, la ilusión queda casi siempre condicionada a la voluntad del otro; y la idealización sexual puede ser el único hilo que sostenga una relación que se perpetúe (y triunfe) pese a la falta de admiración o de respeto intelectual . Ilusiones perdidas es un violento despertar a la realidad del mundo literario, en el que la desilusión es el pan cotidiano. Un pan ácimo y enmohecido.
Por eso yo no me hago muchas ilusiones cuando alguien dice: seguro tu libro será un éxito. No me las hago porque sé que la lectura es un tema subjetivo. Cada quien lee como mejor le acomode, y el gusto es complicado de supeditar si uno es inteligente. Lo que para mí es bello, para ti puede ser horrible. Lo que para ti es poca cosa, para mí puede serlo todo. La unanimidad es otro engaño, una ilusión conveniente que sirve para sostener otras ilusiones.
Hace unos años, un tío se voló la tapa de los sesos al verse sumergido en un problema de deudas. El viejo era un ludópata sin remedio. Jugaba diario grandes cantidades de dinero que iba perdiendo a velocidades pasmosas. Pero a pesar de ver la penosa realidad el hombre se levantaba, al hombre lo movía de su cama una ilusión: seguir jugando para recuperar lo perdido. Él creía que la constancia lo haría ganar.
Al principio tuvo rachas increíbles que lo hicieron fantasear al extremo. Llegó a tener el suficiente dinero como para retirarse y hacer del juego un trabajo formal. Le ilusionaba llegar a la ruleta y apostar mientras bebía y fumaba. Mientras resolvía el mundo (su mundo) en espera de que la bola cayera en rojo.
El problema del tío fue que perdió el foco al grado de ya no poder distinguir la ilusión de la realidad. Se convirtió en un iluso. En un iluso que pensó que al tirar del gatillo la bala terminaría por cortar la espiral tóxica. No fue así; a la fecha sus hijos siguen pagando las consecuencias de esa mentira, que para ellos ya no es un bálsamo o un placebo, sino un potente veneno difícil de extraer de su código genético.
Anoche volví a ver un churro de película que trata de un mundo en el que todos se dicen la verdad a bocajarro. Un mundo sin ilusionados y sin ilusos. Y sí; un mundo así es un mundo cruel.
Paradójicamente, la historia universal de la infamia nos hace un mundo más cálido, menos terrible. En él entra un factor que nos humaniza, que nos diferencia de los animales que son criaturas en estado puro; salvajes… se les llama por su condición.
Ese factor es la imaginación. Y la imaginación se oxigena de la realidad, pero se decanta con recursos fantásticos, con mentiras o exageraciones.
En la película que se titula “La mentira original”, los habitantes del mundo van por la calle diciendo lo que sienten sin filtro. Un tipo llega a su oficina y le dice al portero: “eres un perdedor que no pasarás de la puerta”. Y el portero le responde: “tú eres un guionista mediocre que trabajas para otro mediocre que no es mejor que tú, sólo que tiene más suerte y huele mejor. Apestas. Te huele la boca y el traje te queda grande. Se ve que en casa te desprecian porque tu mujer es incapaz de avisarte que llevas grande el saco, y lo hace porque está muy ocupada en darle las nalgas al vecino, otro mediocre como tú y nuestro jefe, pero que tiene el pito más grande”.
Los dos personajes siguen su respectivas vidas inmutables pese a haber escuchado las peores ofensas el uno del otro (la verdad). Se dan la mano como si no hubiera pasado nada, como si la realidad no les doliera, no les afectara. Y no les afecta porque desconocen otra cosa. Saben que lo que ha dicho el uno del otro es eral y no se ofenden o cuestionan porque simplemente desconocen el poder de la mentira.
La belleza de la mentira.
El suyo es un mundo que no ha pasado por el reconfortante asiento de la cosmética.
La verdad no incomoda porque es lo único que se conoce.
La gente es honesta. No conoce el robo, que es una manera de burlar al otro; uno de los tantos rostros de la mentira, de la ocultación.
Todo cambia el día en que un hombre decide no regresar el cambio que la cajera le da de más. Hace un intento de devolverlo, pero la cajera confía y le dice: es lo que usted dijo que le debíamos y si usted lo dijo así es.
El hombre se percata de que algo se le mueve en el cerebro. Algo le hizo sentir una excitación inédita: ese algo es el placer del engaño. El poder del que engaña sobre el engañado.
A partir de entonces el mundo cambia. No sólo para él, sino para todos, ya que ese placer no es igual si no se comparte. De ahí nace la mentira original, y esas mentiras (que no se llaman mentiras) hacen del mundo un lugar más afable, menos hostil.
La gente se ama diferente porque mistifica, crea una realidad alterna llena de color.
Un mundo sin mentiras es un mundo en blanco y negro.
Los colores, ya se sabe, son el resultado de la descomposición de la luz. Son ilusiones de la óptica.
Y el negro es el vacío, la ausencia. Es quizás la única verdad que existe.
Cuando Borges comenzó a perder la vista dijo que la ceguera era amarilla. No negra ni blanca. Amarilla con destellos.
La realidad fue una, y era terrible: el mejor escritor en lengua española después de Cervantes había perdido la capacidad de ver.
¿Qué fue lo que movió entonces al genio?
El color le inventó a su ceguera.
Una más de sus ficciones.
La más perfecta, por encima de El Aleph o de Las Ruinas Circulares.
Así, en medio de la unánime noche, Borges vivió de la ilusión, y aunque estaba clínicamente impedido para ver las cosas reales de este mundo, las renombró y las reinventó como nadie más ha podido hacerlo.
He ahí el poder de la ilusión.
Las inefables bondades de la mentira.