viernes, noviembre 22 2024

Por: Mario Alberto Mejía

Imposible no hablar del cambio generado a partir del triunfo en las urnas de Andrés Manuel López Obrador.

Sería mezquino no hacerlo.

Pero vayamos a los antecedentes.

AMLO ganó las elecciones en 2006, pero su triunfo le fue arrebatado.

Durante doce años más, perseveró día y noche.

No fue nada fácil, sobre todo con la operación del corazón a la que se sometió.

Y cuando todo parecía acabado, vino el sprint final.

AMLO recuperó la fuerza física necesaria para imponerse en las elecciones de 2018.

Algo similar le ocurrió a Miguel Barbosa Huerta, quien ha demostrado una fortaleza inédita para darle varias vueltas al estado en un contexto complicado.

Su ritmo de trabajo es brutal.

Vea el hipócrita lector: se levanta temprano, se va de gira, regresa por la noche, encabeza acuerdos, reuniones, cenas. Y todo con una gran capacidad para la conversación y la ironía.

El poder —es un lugar común decirlo— suele ser la mejor vitamina.

Reactiva el alma y la mente.

Aleja el mal humor.

Le da certidumbre a las decisiones.

Cuando algunas voces dicen que el gobernador electo no consulta a nadie, mienten parcialmente.

Primero hace la semblanza a solas, y luego cruza algunos nombres con su mujer: doña Rosario.

Y ahí se queda el secreto: en ese espacio cotidiano en el que ambos se mueven.

El gobernador y doña Rosario son dos personas distintas metidas en un solo proyecto.

Así los hemos visto en los últimos veinte meses.

Así los seguiremos viendo.

Regreso a López Obrador.

Hace un año ganó las elecciones gracias a que los astros se le alinearon y, gracias también, a que los ciudadanos estaban hartos del PRI y el PAN.

A partir de entonces empezó a gobernar.

Peña Nieto, faltaba más, tiró un arpa que ya aborrecía.

Un arpa desafinada y sucia.

Nada quería saber de ella cuando trascendió que AMLO había arrasado.

Primero le cedió el espacio mediático.

Luego, entregó las llaves de Palacio Nacional, al que la familia presidencial se irá a vivir en unos días.

Cambiar el régimen no se hace de un día a otro.

Como diría Gibrán Ramírez, talentosísimo politólogo adicto a la Cuarta Transformación: “Disculpen las molestias, esto es un cambio de régimen”.

Desmontar un régimen es complicadísimo porque quienes lo armaron lo blindaron durante décadas.

Poco a poco le fueron poniendo candados a todo.

Luego tiraron las llaves al drenaje y mataron al cerrajero.

Desmontar el régimen para cambiarlo requiere encontrar las llaves en las miasmas y revivir al cerrajero muerto.

No es tarea fácil.

El presidente López Obrador es una buena persona.

Sé que dirán que eso no basta.

Estoy de acuerdo: no basta, pero cómo importa que el presidente de la República sea un buen hombre.

Y es que los buenos hombres —sobre todo si son tercos, obcecados— pueden cambiar todo.

Y si esos buenos hombres—tercos, obcecados— son además honestos, la cosa irá mejor.

No me detendré en este espacio para hablar de lo bueno y lo malo de este muy joven gobierno.

Es muy pronto para juzgarlo.

Y ocioso a veces.

Lo que importan son el arranque, la operación para desmontar el régimen y el adiós a las prebendas al poder fáctico.

Lo demás vendrá en consecuencia.

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