jueves, noviembre 21 2024

Por: Mario Alberto Mejía

En varios momentos, el presidente López Obrador ha criticado a ese ajolote apresurado que quiere ser rana en unos cuantos minutos: el lambiscón profesional.

En México, desde los tiempos de Juárez —por no irnos más lejos—, los lambiscones se tiraban a los pies del Benemérito sin ningún rubor.

Cuando Juárez se hartó de ellos, se fueron con Porfirio Díaz.

Y así sucesivamente.

Cosa curiosa: Díaz jamás fue un lambiscón de Juárez y por eso hay que medirlo con otra vara.

Varias veces renunció a servir al gobierno, pero Juárez se las ingenió para tenerlo siempre en la nómina.

El lambiscón en la era moderna arranca en el gobierno de Miguel Alemán Valdés.

Y aquí hablamos del lambiscón bilingüe con título universitario que respondía “yes, sir” a todo lo que el presidente decía.

Ese lambiscón se fue sofisticando de tal forma que llega al salinismo con doctorados de universidades extranjeras.

Para adular ya no requería los lugares comunes de otras épocas.

Ahora tenía a la mano los indicadores económicos.

Qué mejor adulación que exhibir el crecimiento del país y del gobierno —y principalmente del gobernante en turno— con indicadores bañados de optimismo.

Y cuando todos pensaban que la Cuarta Transformación ya se había despojado de esos ajolotes, el presidente los vuelve a poner de moda a través de diversas descalificaciones.

A los pocos días de haber ganado la presidencia, AMLO reunió a los legisladores electos y les dijo con voz firme:

«No se dejen rodear por lambiscones, porque ésa es otra caterva de maleantes que se reproducen como hongos después de la lluvia, en todos lados».

Y abundó:

«¿Qué horas son? Las que usted quiera que sean, señor. Hacen cualquier cosa. Y van, le llevan el portafolio, les abren la puerta del carro. Hacen cualquier cosa… Achichincles, lambiscones… gente zalamera. ¡Cuidado con eso! No pierdan la comunicación con la gente y tengan siempre los pies sobre la tierra».

Dos meses después, volvió a la carga.

“Hasta en nuestro movimiento hay quienes no han asimilado que ya son otros tiempos. Ahí los vemos ahora. Están llegando y ya están rodeados de achichincles, de zalameros, de lambiscones. Se van a subir al carro y les abren la puerta. Ahí siguen con lo mismo. Eso ya se acabó. Miren cómo vengo yo aquí, a Ciudad Obregón, sin guaruras.”

El domingo pasado, AMLO vino a Puebla y volvió a señalar a los inevitables lambiscones.

(Del ex panista Jesús Encinas, que vive sus quince minutos de fuero en el Senado, ya no voy a hablar porque ya lo hice hace unos días).

Algo extraño sucede: cuando un lambiscón oye esas críticas en contra de los lambiscones hace dos cosas: sonríe y aplaude.

Luego va a los programas de radio a ejercer su oficio con expresiones como: “Qué bárbaro. Qué gran presidente tenemos. Y doña Beatriz, qué gran mujer. Qué pareja presidencial tenemos. Qué bruto”.

No desaparecerán jamás.

Están ya dentro de la Cuarta Transformación.

¿Qué haríamos sin ellos?

¿Qué sería de este país sin los reporteros lambiscones que van a cubrir las mañaneras o del ejército de bots y troles que atacan a los críticos del presidente en las redes sociales?

Y qué decir de los funcionarios obsequiosos que interrumpían con aplausos —cada dos minutos— el informe de los cíen días.

Los lambiscones son tan necesarios como el aire.

Sin ellos,  ¿quiénes se reirían del “me canso, ganso” o del “ternuritas” nuestro de cada día?

Hoy todavía son ajolotes.

Mañana serán ranas.

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