Tala / Alejandra Gómez Macchia
La película ROMA ha hecho un homenaje a «las muchachas que ayudan en la casa».
La realidad es que al teclear esto quisiera escribir: ROMA es un homenaje a las sirvientas; no obstante, en estos tiempos de híper corrección política en los que se debe cuidar (y acotar) el lenguaje con eufemismos, más me vale decir “muchachas que ayudan en la casa”.
Ahora bien, no voy a hablar de ROMA. Todo el mundo habla de ROMA a favor y en contra. Es un tema demasiado manoseado y no me compete hacer críticas puesto que no tengo autoridad estilística para ello. Sólo uso la película de pretexto para reflexionar sobre el papel que juegan las “muchachas que trabajan en la casa” –antes llamadas criadas (se oía feo y clasista, pero así se les decía) o de las sirvientas– pero no de aquellas, que como Cleo, son sumisas y calladitas, sino de las otras: las sirvientas que más bien se vuelven la señoras de la casa, y que sin ellas las vidas de algunas familias resultan monótonas y grises. La sirvienta ladina, respondona, cabrona que nada tiene de indefensa y sí mucho de autoridad.
No apunto específicamente a la sirvienta que atiende sólo nuestras casas, las mexicanas, porque estos personajes maravillosos –que ya casi no se ven en Gringolandia ni en Europa pero que en su momento protagonizaban un papel indispensable en todas las sociedades– aderezan y dispensan la sal y la pimienta de la vida diaria.
Ayer, en medio de una mañana alucinante llena de agujas, frasquitos con brebajes homeopáticos, y una buena dosis de risas y mole de panza, recordé una de las obras más geniales de Molière: “El enfermo imaginario”, que no es más que la historia de un hipocondríaco adorable… como somos todos los hipocondríacos.
Llegando a casa me precipité al librero y busqué –sin éxito– el breve tomo. Frustrada, tuve que hacer algo que detesto: descargarlo digitalmente.
Necesitaba releer en ese mismo instante la obra que me inició como lectora de dramaturgia. Molière acompañó mis primero pasos en este oficio, así que cada vez que regreso a él es como retornar a los brazos de un amante fervoroso; de esa clase de amante febril e incansable que no te deja dormir y que al mismo tiempo deseas mantener despierto porque simplemente no puedes creer que un ser de esencia tan volcánica y voluptuosa sea quien te acompañe en el largo viaje de la noche hacia el día (o viceversa).
Una vez descargado el texto fui directo al grano y nuevamente me sorprendió la frescura de Molière; su frescura y actualidad. Este hombre, pensé, no ha envejecido un día, y a más de trescientos años de su extinción el muy osado escribe mejor que nunca.
El enfermo de aprehensión se llama Argante, y evidentemente es el personaje principal de la obra.
Argante quiere casar a su hija con un pelmazo que la doncella desconoce. La doncellita a su vez está enamorada de un musiquillo de poca monta al cual Argante descarta de la lista de candidatos a yerno por una poderosísima razón (que no es ni la dote ni la estirpe). La motivación que Argante tiene para amarrar a su hija a un desconocido es porque ese desconocido es estudiante de medicina e hijo de un médico y boticario, lo que hace las delicias de Argante, pues así podrá seguir inventándose padecimientos a perpetuidad con el beneficio de contar con un hijo político que lo atienda las veinticuatro horas.
Desde ese punto de vista, Argante es un genio. Un gran operador y administrador de sus patologías que son, por supuesto, casi todas imaginarias.
Me detengo aquí porque así como no soy reseñista de cine, tampoco me interesa ser de libros (si les interesa, léanlo).
Hablo de Argante y su contexto porque sin Argante y su contexto no hay obra, pero tampoco la habría sin otro personaje: Antonia.
Al abrir el libro, como en todas las obras de teatro, aparece el listado de personajes, y Antonia es, quizás, el segundo en relevancia. Molière y los maestros de su tiempo no se detenían o se auto censuraban ni tenían en mente la intrincada monserga de obedecer la así llamada corrección política. Mucho menos echaban mano de eufemismos ridículos, así que el autor presenta a Antonia no como “la señora que ayuda en la casa del hipocondríaco” (qué asco de presentación), sino como la sirvienta.
Antonia es la única que pone en jaque a Argante y desde la primera escena despliega una clara muestra de su poder en la casa.
Antonia ironiza todo el tiempo con las enfermedades inexistentes de su patrón, mismo que le permite con el mayor desparpajo hablarle de tú y hasta tundirlo a la hora de acomodarle las almohadas.
La sirvienta es, obvio, la gran aliada de la doncella casadera que será utilizada como vulgar carnada para atraer al médico al lecho de Argante.
Antonia conoce más que nadie los vicios familiares.
¿Cuántas Antonias iluminan las lúgubres vidas de muchas familias?
Alguna vez hice un texto que iba sobre el cuidado que se debe tener con esa clase de personajes.
Las sirvientas que pasan a ser las verdaderas reinas del hogar porque son portadoras de secretos inconfesables que custodian con recelo porque simplemente están estrechamente involucradas en ellos.
Muy por el contrario de las Cleos (ROMA), las Antonias no permanecen impávidas a la hora que surgen los enredos: las Antonias aconsejan a sus patronas si su macho resulta ser un cabrón que piensa abandonarlas. Las Antonias no comen en la cocina. Las Antonias se beben, no los restos del coñac que quedan abandonados después de una francachela, ¡no!, las Antonias se sirven antes su copón, luego van y surten a los contertulios.
En el caso de la Antonia original, hay un momento en el que le dice al hipocondríaco: “Se necesita ser impertinente para pretender que lo cure el médico! Los médicos, dice Antonia, no tienen más misión que la de recetar y cobrar; el curarse o no, va por cuenta del enfermo”.
De esa manera irrumpe la sirvienta en esta comedia que es a la vez una tragedia (¿qué obra del tiempo no posee ambos matices?).
Terminando de leer “El enfermo imaginario” pensé si en mi vida había conocido a una Antonia, y sí: se llamaba Paula y era un torbellino que me contaba historias delirantes de tencuitos y criaturas diabólicas que aparecían en la barranca. Pero rememorar esos pasajes no hacían de Paula una Antonia; más bien lo que la asemejaba a la heroína molieriana eran los cojones para desafiar al jefe, es decir, a mi padre, quien quiso correrla cientos de veces, pero que por más que lo intentaba hacer no podía.
Una vez que ardía Troya en la cocina porque Paula disponía que la salsa de huevo iba con guajillo en vez que con pasilla, el patrón (un señor dominante y malhumorado), la confrontaba imaginando que ella –por su condición de servidumbre– debería obedecer y bajar la cabeza, cosa que jamás sucedió, sino todo lo contrario, en dos segundos, Paula se convertía en una gigante cuyos argumentos desarmaban al tirano. Pero el tirano daba batalla: gritos, mentadas, sombrerazos, que dejaban de surtir efecto a la hora de que los demás miembros de la casa se solidarizaban con la giganta, no con él… y todo por una razón: porque Paula había bebido cada mañana los secretos que se quedaban en el fondo de las copas nocturnas. Era demasiado riesgoso exponerse a que Paula, y su gran boca e imaginación, se fueran de la casa.
Quizás por eso no me cautivaron las cuitas de la muchacha de ROMA y sí me siguen removiendo las sinvergüenzadas de la de Molière.
En mi casa no hubo “muchacha que ayudara en los quehaceres domésticos”, sino que existió una sirvienta (maravillosa y bien amada) como Paula, que fue nuestra Antonia.
Molière retrató ese otro lado de la moneda. Un lado mucho más potente, más justo, repleto de dignidad.
Y el hipocondríaco, ¡ay!, él seguirá siendo el personaje más complejo y amable (de amar) que se haya inventado.